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La magia de Ségolène Royal

Las peripecias de la campaña presidencial dejan atónitos a los observadores poco familiarizados con las sutilezas francesas. Para empezar, cada campo lucha principalmente contra sí mismo. A la derecha, los peores obstáculos que tuvo que superar el candidato Sarkozy fueron el presidente Chirac y el primer ministro Dominique de Villepin, ambos "compañeros de partido" suyos. De todas formas, nuestro outsider ganó la batalla, y el único recurso del que sus augustos camaradas podrían echar mano ahora sería el de chutar contra su propia portería, lo cual, por otra parte, tampoco se puede descartar. Enfrente, la confusión parece en pleno apogeo, como si todas las contradicciones de la izquierda desde la caída del Muro se hubiesen dado cita en el Partido Socialista. Están los que dijeron en el referéndum sobre la Constitución europea y los que hicieron triunfar el no, los que algunos tachan de "socioliberales" y los que invocan "otra sociedad" surgida de una convulsión radical, los pro y los antinucleares, los propalestinos y los amigos de Israel, los laicos y los simpatizantes del islam, los que reclaman más policía en los suburbios y los que la rechazan, los que celebran y los que deploran las 35 horas de trabajo semanales, etcétera.

En vez de afrontar un debate para conciliar los puntos de vista -al estilo de la Fabbrica italiana-, el PS hizo votar a sus afiliados: Laurent Fabius polarizó la izquierda del rechazo, Dominique Strauss Kahn encarnó un tímido reformismo, y Ségolène Royal, el deseo de escapar a tan anacrónicas alternativas. En lugar de a un diálogo, los franceses asistieron a tres monólogos. La televisión, siempre buena chica, organizó esa ausencia de debate: parapetados detrás de tres tribunas paralelas, los jefes de filas, con el tiempo cuidadosamente cronometrado, no intercambiaron ni argumentos ni miradas, pues todos ellos tenían los ojos puestos en el horizonte infranqueable de sus convicciones narcisistas. Más tarde, y después de degustar unas ideas sin debate, fuimos convidados a unos debates sin ideas denominados "participativos", en los que la candidata designada se jactaba de escuchar al "pueblo" en vez de someter sus planes de futuro a discusión con los ciudadanos. Finalmente -tercera etapa-, ha sonado la hora de la unión sagrada, olvidados los anatemas y las denuncias recíprocas, ¡todos a una "contra la derecha"!

El Partido Socialista, fuerza hegemónica de la izquierda francesa, ha logrado monopolizar triunfalmente todas las contradicciones que dividen a ésta sin resentirse de su incapacidad para resolver una sola. Blairista o izquierdista, estatista o populista, europeísta o soberanista..., qué más da, lo importante es que la candidata gane. Tanto la derecha como la extrema izquierda se desgañitan para denunciar las incoherencias de un estado mayor demasiado fragmentado. Pero su crítica es ingenua, no consigue penetrar la coherencia de tal incoherencia. Para conjugar reformismo y "revolucionarismo", para que las de cal pasen por las de arena, para apostar por el orden y la represión al mismo tiempo que por la compasión y la tolerancia, el PS tira de varita mágica y decide abolir el principio de no contradicción. Y es entonces cuando los sondeos le son propicios. ¡Abracadabra! Entre los militantes corren vientos de optimismo: ¡ábrete, Elíseo!

La acción política, me dirán ustedes, siempre ha estado inmersa en un mar de contradicciones. La izquierda dogmática pretendía superarlas "dialécticamente", a cuenta de un mañana mejor que nos redimiría de las miserias y sinsabores del presente. La izquierda retórica diluía diferencia y antinomia a base de sabios clichés y hermosos discursos. Durante un siglo de hipocresía, el socialismo francés combinó los dos métodos, casando principios eternos y oportunismo a corto plazo: colonialista y amigo de los derechos humanos, marxista puro y duro al tiempo que gestor tranquilo..., su doble lenguaje tenía respuesta para todo. Hoy, en cambio, maravillas de la técnica de la evitación, son las alternativas, los posicionamientos, los problemas, lo que desaparece por el escotillón. Ya no se habla de las desavenencias. A cada cual según sus deseos. Y la suma de todos esos deseos hace las veces de programa. El "pacto presidencial" levita muy por encima de los riesgos, las dificultades y las decisiones urgentes y dolorosas. Nuestros sueños son los guardianes del sueño, el inconsciente que escenifican no conoce la negación, aseguraba Freud. Entramos, pues, en el terreno de la armonía preestablecida, de los "círculos virtuosos" y del "toma y daca", fórmulas caras a la madona de los sondeos.

La izquierda francesa ha entrado en religión. Hasta hace milagros. Las tendencias y las facciones que, hace poco, ni siquiera se hablaban, hoy se besan en la boca, una operación de transustanciación que, por otra parte, permite a unos y otros seguir sin decir nada y sin explicar nada. La izquierda se proyecta hacia las sublimes alturas de la divina coincidentia oppositorum, en las que lo blanco y lo negro, lo verdadero y lo falso, lo malo y lo bueno, se confunden. Revelar los malos resultados de la República durante los últimos treinta años es inútil; señalar que las mayorías de derecha e izquierda comparten la responsabilidad o irresponsabilidad general, descortés; comparar una Francia que no deja de acumular parados en los suburbios con una Alemania que integra lentamente a diecisiete millones de recién llegados del Este, impúdico.

La desesperanza y la indignación de los jóvenes parados, a su vez hijos e hijas de parados, explican las revueltas del año pasado, y también sus excesos bárbaros y nihilistas, de los que la izquierda, impúdicamente, hace exclusivamente responsable a la derecha. Ya en 1984, Edmond Maire, un hombre de izquierdas, a la sazón secretario de la Confederación Francesa Democrática del Trabajo (CFDT) -sindicato cristiano-, constataba que la desigualdad social venía agravándose desde 1981 (fecha del ascenso de Mitterrand al poder). La mayor desigualdad social, señalaba, resulta del paro. Han pasado treinta años. Hoy tenemos más de un 20% de jóvenes parados, 40% en ciertos barrios periféricos. Queridos amigos socialistas, aprended a contar: el balance corresponde a treinta años, y no sólo a cinco.

Las imágenes aún recientes de las escuelas y gimnasios destruidos y de los autobuses incendiados con los pasajeros dentro no han movido a la reflexión a un PS surrealista. Su programa ha sido proferido "desde cierto punto de la mente en el que la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de percibirse como contradictorios" (André Breton).

Nada está decidido, pese a lo que sugiere la instantánea sociológica de una Francia que se ha vuelto conservadora y derechista, y en la que los obreros, cuando se dignan acudir a las urnas, votan minoritariamente a la izquierda. Los expertos ignoran que el conservadurismo social es uno de los mejor repartidos y que el mantenimiento del statu quo puede tener aún más peso en la izquierda que en la derecha. El "pacto" del PS, ocultando las manzanas de la discordia, trae consigo una lluvia de promesas: a los electores, el sueño y los poderes del placer; a los afortunados electos, los placeres del poder.

André Glucksmann es filósofo francés. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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