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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Notas apátridas

1. Un amigo dice que leo a los demás hasta volverlos otros. Aunque yo era consciente de eso, nunca me había detenido a pensarlo. Esta mañana, mientras leía el que va a ser por un tiempo mi libro de cabecera, Prosas apátridas, de Juan Ramón Ribeyro, me he acordado de la frase de mi amigo y he pasado a observarme a mí mismo en la operación de leer a Ribeyro con admiración y pasión, pero también con un ánimo muy activo de lector.

Se trata de leer de una forma creativa. Me gustan tanto esas Prosas apátridas que las leo arriba y abajo, de mil maneras distintas, y les doy orientaciones y lecturas de todo tipo, las hago mías sabiendo que son de todos. Esta mañana, me he sentado en el butacón de casa frente al sol frío de este invierno y he entrado al azar en estas admirables Prosas que Ribeyro calificó de apátridas porque, al no encontrar sitio en sus libros ya publicados ni ajustarse cabalmente a ningún género, carecían de un territorio literario propio.

Esas Prosas me las sabría ya de memoria si no fuera porque vuelo mentalmente mientras las leo. Las invento, las transformo y oriento en múltiples direcciones. Con la imaginación las reescribo, y luego vuelvo a ellas para ver si averiguo qué dicen realmente esas prosas apátridas tan rápidas, tan adheridas al vuelo.

2. En la calle de Guy Lussac, se cruza Ribeyro con el colombiano que viajó en su camarote cuando regresó al Perú en 1958 a bordo del Marco Polo. Entonces fueron muy amigos, vivían encerrados en un pequeño espacio, leían, fumaban y bebían juntos. Ahora, seis años más tarde, se cruzan como dos desconocidos, "sin ánimo de sobrepasarnos para estrecharnos la mano".

No es solamente la fragilidad de la amistad lo que sorprende a Ribeyro, sino la coincidencia de haberse cruzado en París, de haber estado otra vez los dos, aunque sea por unos segundos, ocupando un espacio reducido. Lo que sorprende a Ribeyro es el infinito encadenamiento de circunstancias favorables para que ese encuentro se produzca. "Desde que nos despedimos en Cartagena de Indias en 1958 hasta hace un momento en la calle de Guy Lussac, todos los actos de su vida y los míos han tenido que estar dirigidos, regulados con una precisión inhumana para coincidir, él y yo, en la misma acera".

En medio de las reflexiones de Ribeyro ("En la vida, en realidad, no hacemos más que cruzarnos con las personas. Cruzarnos y siempre por azar. Y separarnos siempre"), mi mirada reposa en el simulacro de escarabajo que compré en París hace hoy exactamente 30 años y que desde el primer momento, encontró en la superficie del mueble rojo su lugar idóneo en esta casa, pues jamás se ha movido de ahí. Su gran colorido me produce alegría de vivir y una constante idea de estar renaciendo. Es todo lo que puedo decir de él para explicar que haya sobrevivido a los numerosísimos cambios a los que en 30 años han estado sometidos todos los objetos de esta casa.

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3

Pensando en casualidades, recuerdo la que cuenta Jung acerca de una paciente que soñaba obsesivamente con escarabajos. Jung se encontraba en su despacho en plena terapia con la enferma cuando escuchó un golpeteo en la ventana. La señora interrumpió la narración de su más reciente pesadilla con los coleópteros. Jung fue a la ventana y, al abrir, entró volando un escarabajo de una especie muy rara en Suiza, que era el lugar donde se encontraban.

La sincronicidad fue el término que acuñó el propio Jung tras la visita de aquel escarabajo, que sorprendió a los dos, a médico y paciente, y que produjo en la mujer un shock tan grande que la ayudó a superar la situación que inconscientemente se negaba a enfrentar. Por si fuera poco, Jung encontró en los antiguos egipcios el simbolismo del Renacimiento en aquella sincronía de escarabajo y consulta médica. El doctor y la paciente salieron renacidos y reforzados de la extraña experiencia.

Al tiempo que me digo que la historia de los grandes descubrimientos está tejida de casualidades, me quedo asombrado al observar que todos los actos de la vida del escarabajo y de la señora tuvieron que estar dirigidos, regulados con una precisión inhumana para coincidir, ella y el coleóptero, en el mismo despacho ilustre. Lo mismo puede decirse de mi encuentro con el maravilloso libro de Ribeyro.

4

Por la noche, mientras leo un fragmento en el que Ribeyro dice que casi nunca nos parecemos a nosotros mismos, poco a poco voy acostumbrándome a la oscuridad de las tinieblas, y comienzo a ver formas. Todas son parecidas a relámpagos y van acompañadas de un silbido que me revela una nueva dimensión, desconocida, de los rayos. Descubro, con asombro, que ya no tengo recuerdos de infancia. Salgo a un exterior de luz y hay velas muy blancas de barcos restallando y dando azotes al viento. Arriba, unas estrellas impasibles. Le pido a la persona con la que me acabo de cruzar, y a la que no veía desde hace 30 años, que me diga que esta vida no es más que un prólogo confuso y que el texto propiamente dicho no ha empezado todavía... "Hace ya rato que te saltaste el prólogo. ¿O acaso aún no lo has percibido?", me contesta con una voz suave templando así el efecto que puedan producirme sus palabras, pues me está diciendo que estoy en el otro mundo. Silencio y luminosidad. Y un viejo conocido, el estúpido de siempre, con una gabardina eléctrica, al final de un muelle bajo la lluvia. La eternidad, que conspira para romper la línea del horizonte, de pronto me muestra -falsa, cruel y bella, repitiéndose obsesivamente como un fotograma encallado en una vieja película- la única certeza de la que ahora dispongo: la imagen de las huellas nocturnas que un escarabajo va dejando en este exterior de luz, en el hilo plateado de la lejanía.

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