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Reportaje:

Cerco a las sustancias tóxicas persistentes

El Gobierno prepara un plan nacional para aplicar las disposiciones del Convenio de Estocolmo

El Consejo de Ministros aprobará próximamente el plan para poner en práctica el Convenio de Estocolmo sobre contaminantes tóxicos persistentes (CTP). La medida tiene una gran trascendencia, pues nunca en España se había elaborado un plan con un impacto potencial tan fuerte sobre la salud pública y el medio ambiente. El Plan Nacional de Aplicación (PNA) llega a puerto en gran medida gracias al liderazgo de la ministra Cristina Narbona y los funcionarios del Ministerio de Medio Ambiente, que han logrado elaborarlo con la participación de algunas comunidades autónomas y de diversas organizaciones sociales, ambientales y científicas (www.mma.es). A pesar de algunas contradicciones, el plan es exigente con todos.

Varios de los 12 tóxicos que se tratan de eliminar entraron en la cadena alimentaria hace 50 años
El convenio exige que administraciones y empresas den información veraz

Que los contaminantes persistentes desaparezcan de nuestras vidas es un reto tanto o más fabuloso que controlar el cambio climático, como pretende el Protocolo de Kioto, y nos afecta muy directamente. En varios sentidos incluso los tenemos más cerca: los contaminantes persistentes se encuentran en muchos alimentos que ingerimos a diario, circulan por nuestra sangre y se almacenan en nuestro organismo.

Llegan hasta nuestro organismo a dosis generalmente bajas, fundamentalmente a través de las partes más grasas de los alimentos. Es relativamente frecuente que la leche y la mantequilla, los huevos, el pescado y la carne contengan residuos de CTP. El problema atañe también a la grasa animal que se reutiliza para producir un sinfín de productos para consumo humano y animal. Más del 90% de las dioxinas entran en el cuerpo humano a través de los alimentos. Por tanto, estamos también ante una importante cuestión de seguridad alimentaria.

Los CTP se conocen asimismo como contaminantes orgánicos persistentes (COP o pops, según sus siglas en inglés). Son enormemente resistentes a la degradación: sus tiempos de vida media superan a menudo los 10 y los 30 años. El tiempo de vida media no es el tiempo que como media tarda en desaparecer una sustancia, sino el tiempo que su concentración tarda en pasar a la mitad, una vez que la exposición a ella cesa. Así, si ahora dejásemos de estar expuestos a contaminantes como el hexaclorobenceno, el lindano, el DDT, los policlorobifenilos (PCB) y las dioxinas, nuestras concentraciones de estas sustancias corporales serían la mitad de las actuales hacia 2017 o 2037. Calcule el lector la edad que tendrá entonces, si le apetece. Si es usted mujer y mientras tanto tiene un hijo, seguro que él heredará una parte de sus CTP.

Pero de momento nuestra exposición a esos contaminantes continúa cada día. Son hechos cuyos significados apenas hemos evaluado, en parte porque las humanidades y las ciencias sociales casi no se han enterado; pero el plan nacional puede ayudar a integrar esas diversas racionalidades.

El caso es que si la utopía asequible del Convenio de Estocolmo -la eliminación de los contaminantes persistentes- se cumpliese mañana, la impregnación corporal por CTP no desaparecería hasta dentro de dos o tres generaciones. Sólo los ciudadanos del siglo XXI hemos tenido que lidiar con procesos químicos cuyos efectos traspasan literalmente -por razones fisicoquímicas y económicas- varias generaciones. Procesos parecidos, en este sentido, a los que plantea el cambio climático o la tecnología nuclear.

Varios de los 12 contaminantes que se propone eliminar el Convenio de Estocolmo entraron de forma generalizada en la cadena alimentaria hace más de 50 años. Expulsarlos de ella es tarea a la que el PNA quiere ayudar. Quizá lo más preocupante sea la persistencia de contaminantes tóxicos persistentes en lo que comen los animales (llamémoslo piensos).

Aunque generalmente no tengan gusto ni olor, aunque sean tan invisibles en algunos medios de comunicación, aunque se encuentren en concentraciones tan bajas en el imaginario colectivo, los contaminantes tóxicos persistentes constituyen un riesgo real para la salud humana y el medio ambiente. Con productos altamente tóxicos están mermando nuestra calidad de vida: contribuyen a causar efectos como infertilidad y malformaciones congénitas, trastornos del aprendizaje, hipotiroidismo y otras enfermedades endocrinas, inmunodepresión, alergias y sus trastornos asociados, síndromes de fatiga crónica y de hipersensibilidad química, alteraciones epigenéticas y cambios en la expresión génica, promoción de cánceres, diabetes o algunas de las enfermedades mal llamadas degenerativas (Parkinson, Alzheimer).

Hay bastantes incógnitas sobre lo que ha ocurrido en el pasado. En los pacientes con cáncer de páncreas, por ejemplo, se observa una correlación muy alta entre las concentraciones sanguíneas de hexaclorobenceno y de beta-hexaclorociclohexano (ambos incluidos en el Convenio de Estocolmo); correlaciones parecidas se han observado también en Canadá, Suecia y Japón. No se sabe bien por qué, pero hay investigaciones en marcha. En Valencia, Granada, Menorca, Asturias, País Vasco, Madrid, Cataluña... La aplicación del Convenio de Estocolmo hará todavía más patente la utilidad de esos estudios.

A pesar de las múltiples incertidumbres científicas y lagunas sobre sus mecanismos de acción, muchos médicos valoramos los conocimientos disponibles así: los contaminantes tóxicos persistentes contribuyen a causar una parte significativa de la carga de enfermedad que nuestras sociedades sufren. Aquí actúan precisamente cuatro de los objetivos más ambiciosos del plan nacional que se va a aprobar: diagnosticar con rigor el grado de contaminación de la población general y sus fuentes, generar conocimiento sobre los CTP que sea científicamente válido y socialmente útil, abrir vías de información y participación ciudadana, y potenciar las políticas públicas y privadas que mejor nos protejan de los tóxicos.

El plan nacional subraya que para ello son esenciales políticas transversales (la cooperación entre Agricultura y Sanidad, por ejemplo). Como dice la ONU, es necesario poner "salud y medio ambiente en todas las políticas". La información que el Convenio de Estocolmo exige recoger y las medidas que propone aplicar es previsible que encuentren resistencias como la que encuentra el Protocolo de Kioto. Así ha ocurrido y ocurre en muchos procesos que afectan a las formas de producción o de organización social: la regulación del uso del coche, del tabaco o del amianto, la prevención de la siniestralidad laboral, la promoción de la calidad del aire, la lucha contra la degradación urbanística... Son asuntos, todos ellos, con los que muchos ciudadanos suelen medir si una administración es realmente progresista. Y son cuestiones que exigen un planteamiento transversal, tanto por parte de la Administración central como de la autonómica, cosa que no siempre ocurre. La aplicación del convenio deberá impedir algunas situaciones paradójicas y hasta fraudulentas que ahora se producen; por ejemplo que se subvencionen con fondos públicos cosechas de productos agrícolas en los que se han utilizado pesticidas prohibidos, atentando al mismo tiempo contra la salud pública y el medio ambiente.

Miquel Porta es investigador del Instituto Municipal de Investigación Médica de Barcelona (IMIM-PRBB) y catedrático de Salud Pública en la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Barcelona.

Cultivos bajo plástico en la provincia de Almería.
Cultivos bajo plástico en la provincia de Almería.FRANCISCO BONILLA

Un proceso planetario y local

La contaminación por compuestos persistentes es un proceso multidimensional a la vez planetario y local. El ciudadano puede organizarse para hacer cosas útiles y la Administración local, también. Pero ¿y lo global? A finales de la década de 1990, los organismos de Naciones Unidas dieron nuevos pasos para controlar los tóxicos, tanto planetariamente como incentivando políticas regionales y locales.

El esfuerzo más ambicioso política, económica y culturalmente es el Convenio de Estocolmo: su objetivo es proteger la salud humana y el medio ambiente frente a los contaminantes tóxicos persistentes, eliminándolos o, cuando esto no sea posible, reduciendo su presencia (www.pops.int).

La reunión diplomática para la firma de este convenio tuvo lugar en mayo de 2001 en Estocolmo (véase EL PAÍS de 15 de enero de 2002). Hoy lo han firmado 136 países, entre ellos, España y toda la Unión Europea. El propio convenio exige presentar un plan de aplicación al país que lo firma. El convenio entró en vigor el 17 de mayo de 2004 y su texto recuerda que país somos todos: desde el Gobierno central, los de las comunidades autónomas y los ayuntamientos, hasta las organizaciones ciudadanas. El convenio incluye mecanismos para detectar incumplimientos y para prohibir nuevas sustancias peligrosas.

Tratados internacionales como el de Estocolmo son formas de construir democracia en el siglo XXI y se postulan como herramientas globales y locales para que la ciudadanía ejerza su derecho a la información, a la salud pública y a unos alimentos no contaminados.

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