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Columna
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Los mensajeros muertos

Cuenta la leyenda que todos los reporteros de guerra cuando los matan, dejan en el hotel camisas sucias en el armario, un mapa clavado con chinchetas en la pared, una botella de whisky sobre la mesita de noche y la cuenta sin pagar.

Ryszard Kapuscinski no era partidario de imitar esta escuela americana de periodismo cínico al estilo de Primera Plana. Llegó al oficio con una Europa en ruinas que acababa de salir de la Segunda Guerra Mundial, llena de refugiados vagando de un país a otro como fantasmas. Tenía 17 años y en esa cantera descubrió que un buen reportero no sólo debe ser un hurón capaz de penetrar en los pasadizos de la conciencia y en las madrigueras del poder, sino que además ha de adentrarse por los moteles de la esperanza. Si hubo alguien dispuesto a aunar en sus crónicas la crítica más implacable con una puerta abierta al futuro, fue este escritor polaco, considerado por muchos como el mejor periodista del siglo. Pensaba que del mismo modo que se siembran árboles para reforestar, también hay que repoblar la información con criterios éticos. Por eso siempre supo ver la poesía oculta en el mínimo detalle. Recorrió África desde el Sáhara a Tanzania, desde Eritrea a Nigeria; vivió en los barrios más míseros y aprendió de sus gentes el oficio de llegar vivo al día siguiente. "África en realidad apenas existe", escribió, "y sin embargo, puede decirse que es el continente más optimista del planeta".

Aquí, por el contrario, hay personas a la que ves leyendo el periódico por la calle con el aire desencajado del fin del mundo por la simple declaración de un político atravesado. Es cierto que siempre ha existido cierta prensa de vocación agorera cuyo único objetivo es excitar la bilis ciudadana. Hay columnistas gafes que se creen intérpretes de los designios de la Historia. También hay políticos que confunden el colón irritable con los males de la patria. Pero la fe en la especie humana se renueva cada vez que uno descubre que después de leer el periódico, entiende mejor el mundo, porque todavía quedan periodistas profesionales y rigurosos, que elaboran la información sin buscar el sensacionalismo, contrastan los datos, dan noticias veraces y saben que la libertad de expresión llega hasta donde empieza la vida privada de cada individuo. Esta gente ama tanto su trabajo que es capaz de jugarse la piel en el ejercicio de su profesión, como la periodista rusa Anna Politovskaya o el redactor turco Hrant Dink asesinado a tiros la semana pasada a las puertas del diario que dirigía en Estambul.

Me gustaría imaginar que su mirada continúa viva en una esquina del periódico como esas ventanas marítimas a las que uno pudiera asomarse para sentir el verdadero oleaje de la Historia. Cuando el tiempo cubra de polvo la actualidad de nuestros días, alguien tendrá que recordar los nombres de estos periodistas que han recorrido la geografía de nuestros horrores llevando una cámara al hombro, con las botas llenas de barro y el corazón en su sitio, para que usted y yo sepamos cómo ha amanecido el mundo cada mañana.

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