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La oposición como poder del Estado

Como es sabido, las Cortes Generales -el Congreso de los Diputados y el Senado- conforman, según nuestra Constitución, el poder legislativo emanado de la soberanía del pueblo español, expresada mediante sufragio universal en las urnas. En consecuencia, la oposición parlamentaria (y voy a hablar a lo largo de este artículo siempre de la oposición mayoritaria, aquélla capaz de ser alternativa al Gobierno, o sea la oposición representada en nuestro caso por el Partido Popular) es, por ello, poder del Estado, nunca contrapoder al mismo.

Lo dicho no pasaría de ser una afirmación fácilmente comprensible si la realidad, en ocasiones esquiva, furtiva y dura, no nos diese una de cal y otra de arena. Al hablar de la oposición como poder del Estado quiere decirse que ésta no puede en su actividad política comportarse como un poder frente al Estado, o fuera del Estado, por cuanto en ese momento, y si lo hiciera, dejaría de ser oposición para pasar a ser grupo antisistema, aislado y fuera de la sistemática parlamentaria, que supone una sutil dialéctica de lealtades entre el Gobierno y la oposición. A saber: la oposición debe ser leal con el Gobierno, el Gobierno debe ser leal con la oposición. Entiéndase bien que la lealtad no se refiere, aunque también podría ser deseable y hasta conveniente, al punto de vista personal entre líderes, sino al carácter reglado e institucional de las relaciones parlamentarias.

La fuerza política que el sufragio ha colocado en la oposición mayoritaria, es decir, el Partido Popular, debe a mi juicio compensar el alejamiento del poder ejecutivo (que legítimamente en democracia corresponde ejercer al Gobierno) con cuatro líneas de acción: el permanente diálogo con las instituciones políticas, las relaciones fluidas con los restantes partidos del arco parlamentario, la penetración en el tejido social de España, y las buenas relaciones con los Estados extranjeros, con sus gobiernos y representantes, sus principales fuerzas políticas y, en lo que sea posible, con sus opiniones públicas. A todo ello se le puede enaltecer todavía más con el cultivo permanente de la confianza y el respeto mutuo que se logran considerando al adversario un igual por parte de la leal oposición, y a la oposición un referente político, un álter ego del Ejecutivo, por parte de un Gobierno sensato y prudente.

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La oposición como poder del Estado debe, por tanto, desempeñar una triple función parlamentaria: control del Gobierno (a no confundir con descalificación permanente y semanal de la legitimidad del Ejecutivo; se trata de controlar en beneficio de los ciudadanos las políticas del Gobierno, no del ejercicio de desgaste permanente de la existencia misma del Gobierno); la decantación de la alternativa que la oposición como tal plantea al Gobierno, y la ejecución, en todo caso y lugar, de una política de Estado (que, por serlo, deberá ser acordada con el Gobierno y propiciada por éste con el mayor grado de responsabilidad, al efecto que institucional y constitucionalmente le toca: dirigir la política nacional).

Parece razonable pues, que la oposición piense que se puede gobernar con el PSOE (véase el caso alemán) especialmente, como digo, en lo que toca a los asuntos centrales del Estado: defensa, política exterior, economía, lucha antiterrorista, y políticas tendentes a la mejora y defensa del Estado del bienestar europeo. También se puede gobernar sin el PSOE, que, obviamente, es lo que interesa al Partido Popular, para lo cual debe tender puentes con otros grupos parlamentarios a efectos de conformación, en su momento, forma y día de mayorías parlamentarias alternativas a la actual, si no se logra una mayoría absoluta. Pero la oposición, en ningún caso debe actuar contra el PSOE; entiéndaseme, contra la existencia misma del Gobierno, la legitimidad de su Ejecutivo y el espacio político que representa, entre otras cosas porque ese espacio central de la política española es común, tanto al Partido Popular como al Partido Socialista. Por último, la oposición no puede practicar -y en algunos casos puntuales lo han hecho algunos de sus elementos significados- la política de tierra quemada con el adversario, que supone de hecho impedir unas fluidas relaciones personales que nunca deben perderse y siempre cultivarse con ductilidad e inteligencia democráticas.

Las discrepancias políticas, incluso contundentemente formuladas, jamás pueden convertirse en animadversión personal, que es el primer paso que lleva de forma inútil a transformar a los adversarios en enemigos. Grave enfermedad, y terrible plaga de nuestra democracia.

Por último, es un deber democrático de la oposición hacerse creíble para la mayoría. Y esto, amén de planteando su alternativa a través de las correspondientes iniciativas parlamentarias, se logra apoyando al Gobierno en las grandes cuestiones del Estado, e incluso, por qué no, en aquellas en las que, de modo sincero, se puedan apreciar elementos positivos para el bienestar general del país.

Y más todavía en una España en la que nuestra Constitución, como bien escribió Miquel Roca i Junyent en 20 años después. La Constitución cara al siglo XXI, "no fue hecha sólo desde el consenso sino también para el consenso. No era una respuesta puntual a una situación coyuntural; era una apuesta a favor de una nueva manera de entender la democracia en España. Se quería ganar la democracia para convivir en ella durante el máximo tiempo posible. Y, para ello, el consenso era la garantía de nuestra sostenibilidad democrática".

Espléndido y sabio comentario: el consenso no puede ser sólo planta del año 1978; hay que renovarlo a diario como el sentido profundo de la democracia y la política parlamentaria.

El diálogo fluido entre las fuerzas del arco parlamentario es una exigencia democrática y constitucional de primer orden, y un deber, en primer lugar para el Gobierno de la nación, pero también de modo exigente y riguroso para una oposición parlamentaria que aspira legítimamente a la constitución de una mayoría alternativa, siempre en beneficio de la libertad y bienestar de todos los españoles.

Joaquín Calomarde es diputado del PP al Congreso por Valencia.

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