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Columna
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Las cruzadas

Vicente Molina Foix

Más que extravagante, resulta intrínsecamente perverso que los semáforos de una ciudad sean noticia, pero así ha pasado en Madrid en los últimos días. Primero fue el cambio de sexo operado por Fuenlabrada en la figurita del hombre que anima a avanzar cuando la luz se pone en verde, y poco después la investigación del periódico gratuito 20 Minutos sobre el peligro inherente a cruzar los semáforos de las grandes calles.

Confieso que respecto al primer asunto no tengo aún una opinión formada; defiendo la paridad social y política de hombres y mujeres, incluso la paridad simbólica, pero al mismo tiempo estoy de acuerdo con algunas amigas que han encontrado rancia la silueta femenina (grabada en el vidrio de los semáforos de Fuenlabrada) con la faldita y la cola de caballo, que ya no se llevan. Me siento, por el contrario, totalmente identificado con la denuncia del poco tiempo que se da al peatón para pasar en verde de una acera a otra en arterias tan anchas como el paseo de Recoletos, Gran Vía o Alcalá, a las que yo añadiría, por proximidad, el semáforo que existe en la esquina de la avenida de América con María de Molina y Francisco Silvela; excepto si el viandante es un campeón de los 100 metros libres, resulta imposible atravesarlo de una misma tacada en sus dos tramos. Según el citado reportaje, la media de tiempo para esos pasos de cebra es de 18 segundos, siendo la velocidad de una persona normal al andar de metro y medio por segundo. Piensen ustedes en la distancia que separa, por ejemplo, los dos lados del paseo de Recoletos entre la Casa de América y el Cuartel General del Ejército y saquen sus cuentas. Peligro de muerte.

La conclusión parece evidente: el Ayuntamiento, recortando el tiempo de cruce de los peatones, les está animando a no hacer un uso abusivo de la calle y, o bien quedarse en casa, o bien ir en coche hasta para comprar el periódico en la acera de enfrente. Sin embargo, por otro lado, también nuestro alcalde dice querer ganar la ciudad para sus paseantes, y ayer mismo pude yo ir desde la plaza de Ópera hasta la Puerta del Sol por un Arenal empedrado y sin vehículos (empedrado feísimamente, por cierto; no hay modo de que las obras públicas en Madrid, se trate de una fuente, un bordillo o una mediana, como la nueva colocada en O'Donnell, salgan bonitas).

La peatonalización es un gran engaño municipal, otro más, de este Madrid que padecemos desde hace unos cuantos años. Evito entrar en el tema, no por manido menos grave, de las obras permanentes y recurrentes, del empeoramiento de los servicios disfrazado de mejora novedosa (como en el metro). Todo el diseño global de la ciudad está pensado para favorecer al automovilista, para tentarle más en el uso del coche y hacerle la vida más fácil, por mucho que después caiga un rato la lluvia y se la amargue. La nueva calle del Arenal sin coches desviará el tráfico rodado a otras calles cercanas, no lo evitará, y el peatón podrá, es verdad, andar por ella, quizá inconsciente de que está siguiendo borreguilmente una vía prescrita, sin libertad de decisión en sus itinerarios.

Las calles peatonales del centro son pequeños parques temáticos para uso restringido de esa especie en extinción que es el paseante, un "príncipe de incógnito", según las palabras de Baudelaire, que disfruta de "elegir su domicilio en la multitud, en lo ondulante, en el movimiento, en lo fugitivo y en lo infinito". El príncipe a pie baudelairiano sería hoy me temo, en cuanto se lanzara a la calle despreocupado, uno de esos 1.989 atropellados en Madrid el año pasado, una media, volvemos a las cifras, de cinco atropellos diarios.

De ahí que el pasado domingo me sintiera, en cuanto que peatón recalcitrante, muy cerca, y nada aburrido, de las ovejas que cruzaron la capital en la llamada Fiesta de la Trashumancia. El ambiente era festivo, el día soleado, los pendones de Castilla muy historiados, y los borreguitos, acompañados por ejemplares de alguna otra familia cuadrúpeda más cerril, como el caballo, el burro y el perro, deambulaban con parsimonia y resignación. Ni fugitivos, los pobres, ni infinitos ni ondulantes, como soñaba Baudelaire a los flâneurs. Vigilados por los pastores y circunscritos a hacer un día al año el animal oficial. Una cruzada bucólica que no liberará a nuestra ciudad del yugo del volante.

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