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Reportaje:

Joyas de fuego

Estudios recientes confirman la fama mundial de las escopetas madrileñas, semejante a la de tapices y porcelanas

Madrid ha sido mundialmente conocida por la calidad de sus porcelanas y tapices, fabricados en sendas factorías regias. Una, ya desaparecida, en el parque del Retiro y otra, aún en funcionamiento, afincada hoy en la calle de Fuenterrabía. Sin embargo, un estudio reciente confirma un tercer soporte de la importancia de las artesanías madrileñas, tras haber permanecido en suspenso durante siglos de olvido: se trata de la condición de Madrid como capital de la excelencia armera de Europa.

El libro que lo prueba es el Catálogo de arcabucería madrileña (1687-1833), obra de Álvaro Soler, presentado el miércoles en el Palacio Real. Su texto supone una reivindicación de la magnificencia artesanal de los fabricantes de armas madrileños.

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Así lo asegura Álvaro Soler, conservador de Patrimonio Nacional, que junto con un equipo de especialistas -a la fallecida María Fernanda Quintana-Lacaci, va dedicado el libro- ha consagrado un lustro de trabajo incesante a documentar el esplendor de los arcabuces madrileños: fue tanto, explica el autor, que su tenencia fue disputada desde todas las Cortes de Europa por la calidad y, sobre todo, por la seguridad, de las escopetas surgidas de una docena de laboriosos talleres, situados en torno a la calle Ancha de San Bernardo, Hortaleza, Jacometrezo y de la Parada, entre otras.

Tal calidad de la arcabucería era la respuesta de un puñado de maestros fundidores a la condición de Madrid y su contorno como enclave cinegético de primerísimo orden, puesto que, desde la Edad Media, la boscosa periferia de la villa se hallaba copiosamente repleta de caza mayor -gamos, ciervos, osos en los valles más altos de las sierras- y menor -conejos, liebres y volatería de toda condición-.

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Este don otorgado a Madrid por la naturaleza, cuyo fundamento se hallaba en la bonanza de su clima y la diversidad vegetal de la que gozó durante centurias, generó una cultura secular en torno a la caza. Su potencial cinegético fue apreciado sobremanera por los reyes hispanos, entre cuyos hábitos la caza figuraba en la cima de las prioridades regias.

Cinco siglos después, hubo también reinas de España, como la italiana Isabel de Farnesio, esposa de Felipe V de Borbón, que mostraron una afección extraordinaria por la caza y, necesariamente, por las armas, el grueso de cuya producción llegaría a ser inducido por la Corona, al cooptar a los mejores artesanos para que laboraran en palacio, estadio al que accedían por oposición. Por ello, gozaban de una suerte de seguridad social, que permitía a sus familias percibir pensiones cuando los titulares fallecían.

Las armas de fuego madrileñas habían seguido una tradición iniciada en el Renacimiento, versada hacia cazadores y nobles con dinero para adquirirlas; pero tal artesanía no comenzó a trascender las fronteras hasta el reinado de Felipe V, a partir de 1710. Según explica Soler, la escopetería en Madrid era sensible a las modas ornamentales llegadas de otras Cortes de Europa, sobre todo francesas e italianas; pero en el interior de cada arcabuz aquí elaborado, cada pieza conservaba una hechura vinculada a las tradiciones armeras de Madrid.

Entonces, ¿en qué consistía el secreto de su excepcional seguridad y su prestancia para la puntería? Soler baraja una hipótesis de peso: "Se atribuye a Nicolás de Bis, uno de los principales armeros madrileños del siglo XVI, el descubrimiento de la conversión del acero de las herraduras de caballo en excelente fundición metálica para cañones", explica.

Su libro destaca el hallazgo, en el año 2000, de un juego entero de 257 punzones en total, para realizar marcas y contramarcas de las armerías madrileñas vinculadas a la Corona. Los punzones se hallaban en poder de la Casa Ducal del Infantado. Al hallarlos, sus titulares se dirigieron al Rey y don Juan Carlos las transmitió a Patrimonio Nacional para su custodia, registro y estudio.

El libro da cuenta de otro descubrimiento: el de una segunda armería real, denominada de la Ballestería, creada en 1767 por Carlos III en la parte superior de La Regalada, el edificio de caballerizas reales que flanqueó el Palacio Real hasta mediado el siglo XIX. Quedó destinado a albergar las armas de caza y estaba separado de la primera armería, creada por el impulso de Felipe II.

Aquella riqueza armera fue desbaratada por la soldadesca francesa ocupante del Madrid que se había alzado contra Napoleón. Las mejores escopetas madrileñas diezmaron a las tropas del duque de Berg, con la consabida represión de los patriotas, inmortalizada por Francisco de Goya. Por cierto, el pintor era un conocedor muy cualificado de las armas de su época. Así, en un retrato de Carlos III con atuendo de caza, el monarca exhibe una escopeta cuyas llaves han sido pintadas con tanta precisión que el conservador Álvaro Soler sostiene la hipótesis de que pudiera tratarse de la que ha identificado en su catálogo con el número 25.

La colección real, incrementada desde Felipe V hasta Carlos IV y que en 1795 contaba con cinco arcabuceros que fabricaban sus escopetas para él y su casa, llegó a contar en aquel año con 380 piezas. Por ello, en 1812, aprovechando una de las salidas de Madrid del rey impostor José Bonaparte, un veedor, funcionario regio, Manuel Mantilla, fue enviado por las Cortes de Cádiz hasta la armería real para impedir su requisa por las tropas ocupantes. Mantilla sólo pudo hacerse con 80 piezas de fusilería, que sacó a hurtadillas de Palacio para salir arreando a caballo a Cádiz. Del año 1833 data el último arcabuz censado en la colección regia, que hoy está pendiente de su exposición del Palacio Real de Madrid. Hoy se conservan en él unos cuarenta de aquellos arcabuces, de una belleza extraordinaria en cada detalle.

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