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Columna
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Duelo a garrotazos

José María Ridao

Habrá, por descontado, quienes todavía se conformen con alguna variante de la explicación trivial: el grado de crispación que ha alcanzado la vida política en España es corriente en democracia, y obedece al interés de unos y de otros por mejorar sus expectativas electorales. Pero cada vez son más quienes empiezan a intuir que se están sobrepasando algunos límites, y que, por tanto, desearían conocer las razones por las que siempre se llega al punto en el que estamos, como si pesara sobre nuestro país una maldición inmemorial. Cuando, otra vez, las insinuaciones y las conjeturas valen más que los hechos demostrados, y la descalificación y la disciplina militante más que los argumentos, ¿se puede seguir pensando que no existe en España una vieja pulsión destructora, que se desata al menor descuido? Aquí llegan, entonces, esas otras explicaciones que, por distanciarse de la trivial, adoptan la apariencia de trascendentes. Explicaciones que, de la mano de polígrafos de aluvión, establecen similitudes entre la izquierda actual y la que participó en la Revolución de 1934 o, desde la posición simétrica, entre la derecha de hoy y la que alentó el clima previo a la Guerra Civil. En definitiva, que se empeñan en restaurar la inquietante metáfora de las dos Españas.

Sin embargo, no es que la crispación actual tenga sus raíces en el pasado remoto; es que todo, incluido el pasado remoto, sirve para alimentar la crispación actual. Una crispación que no obedece a ninguna tara originaria del país, sino a decisiones políticas, estrictamente políticas, que irrumpen en 1993, y que se llevan hasta el paroxismo durante la última legislatura, la anterior a las elecciones del 14 de marzo. Durante esos cuatro años de mayoría absoluta del Partido Popular, algunos de sus dirigentes, y en concreto el reciente y extravagante historiógrafo de Georgetown, utilizan la bonanza económica como coartada para emprender una operación de alto riesgo: convertir la agenda política en una agenda ideológica. La gestión del Estado de las Autonomías se transforma, así, en el Problema de la Unidad de España, una categoría sobre la que está obligado a pronunciarse hasta el último de los ciudadanos. La política exterior, por su parte, deja de ser una simple combinación de objetivos e instrumentos diplomáticos y se transfigura en un proyecto de aliento mesiánico: sacar a España del rincón de la Historia, poniéndola a guerrear contra el "islamofascismo" junto a los grandes de este mundo. La misma Historia de España es objeto de una clarificación, o por mejor decir, de una revisión alentada por fundaciones cercanas al poder, que pretenden reintroducir en la escuela una vieja consigna del nacionalcatolicismo: "Quien dice ser español y no ser católico, no sabe lo que dice".

El error del Gobierno socialista, el error que ha impedido detener esta espiral de crispación cada vez más vertiginosa, ha sido aceptar a pies juntillas la agenda ideológica del Partido Popular, y limitarse a proponer en cada punto la respuesta exactamente contraria. Donde unos decían que España era una, los otros dicen que es plural. Donde unos abrazaban un proyecto mesiánico y guerrero, los otros ponen en pie un proyecto igualmente mesiánico, pero irenista. Donde unos reclamaban la revisión de la historia, los otros se proclaman partidarios de la recuperación de la memoria. En lugar de enviar la agenda ideológica al cesto de los papeles, regresando a una agenda pragmática y, en resumidas cuentas, política, se confirma con obstinación en cada uno de sus apartados, y los actores del debate político se solazan en llamarse extremistas y nostálgicos, sin darse cuenta de que comparten el mismo barrizal.

Entretanto, la bonanza económica que sirvió de coartada a este duelo a garrotazos muestra su verdadera naturaleza: una parte sustancial es un episodio de euforia financiera que, en lugar de especular con tulipanes como ocurrió en el siglo XVI, especula con ladrillos.

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