Política, violencia y cine
Llevamos unos días ajetreados con el intento del Papa de defender que racionalidad y religión son atributos propios del catolicismo, y que en el islamismo esa conexión ha sido más bien escasa, ya que han tendido a defender sus opciones religiosas de manera agresiva. No sé si Ken Loach estaba al tanto del asunto cuando se le ocurrió empezar a rodar El viento que agita la cebada. En la película, galardonada en Cannes, se narra una parte de la epopeya de la independencia de Irlanda a principios del siglo XX, concretamente en 1920. El filme rezuma violencia por los cuatro costados. Sale uno de la sala con cara de pocos amigos tras ser testigo privilegiado de torturas, palizas, asesinatos y acciones de guerrilla y contraguerrilla. De cuando en cuando, la presencia destacada de un sacerdote católico bendiciendo las acciones, confesando a los nacionalistas irlandeses, o interviniendo directamente en las controversias internas del nacionalismo irlandés tras el Tratado con Gran Bretaña de 1922, nos recuerdan que en Irlanda, como en el País Vasco y en muchos otros episodios de guerrilla, insurgencia o guerra abierta, la religión ha tenido un papel relevante y legitimador de la violencia política. El vibrante y, como siempre, pedagógico filme de Ken Loach, nos recuerda por otra parte que no es bueno ir por el mundo con una gama de colores limitada al blanco y al negro. Si bien los ingleses llevan la peor parte en el filme (y por ello Loach ha sido acusado de antipatriota y repulsivo por periódicos conservadores de su país), los irlandeses expresan sus propias contradicciones que les conducen a la guerra civil tras el acuerdo de paz. Puede acusarse a Loach de simplificar el episodio de la represión inglesa en la región de Cork, o de hacer una defensa demasiado ostensible de sus propias opciones políticas. Pero prefiero mil veces esos defectos, presentes también en su Tierra y libertad, que no el falso neutralismo preñado de ideologismo de muchos productos cinematográficos envueltos en celofana objetivista. Lo cierto es que necesitamos una buena gama de grises para poder entender las sutilezas de la política, sin por ello negar la evidente carga de conflicto, confrontación y violencia más o menos encauzada que arrastra. Como dice Damien (magníficamente interpretado por Cillian Murphy, el protagonista de Desayuno en Plutón, ¿recuerdan?), "es más fácil luchar contra algo que construir algo nuevo". Y la política está llena de ese constante ir y venir de simplificaciones y complejidades, de alianzas y rupturas, de hermanamientos y de dolorosas y violentas contradicciones. No hay política sin conflicto, no hay política (ni religión) sin sus razones y sus sinrazones.
Los que tenemos la suerte de sentir pasión simultánea por la política y el cine estamos de enhorabuena, ya que esta semana podemos disfrutar del filme de Loach y de la gran novedad de esa película local y universal que es Salvador. La película de Manuel Huerga ha contado con la pasión de su productor, Jaume Roures, y de sus guionistas, Escribano-Arcarazo, elevando a categoría universal el episodio local del ajusticiamiento de Salvador Puig Antich en los momentos de estertor del franquismo. La violencia también está aquí presente. La violencia política del Movimiento Ibérico de Liberación, que en el filme se nos muestra como una violencia entre intrépida y atrevida, pero también atolondrada y grupuscular. Y la violencia sistemática del aparato franquista de represión, violencia que ocupa toda una segunda parte, en la que la narración se entretiene y alcanza un clima dramático que provoca un constante nudo en la garganta. El libro de Escribano y la película de Huerga-Roures han provocado la reacción de quienes consideran que se edulcora la carga revolucionaria de Puig Antich y sus compañeros. No obstante, el debate sobre el verdadero alcance del MIL y su trayectoria no es fácil. Han surgido en la web abundantes referencias al tema. Destacaría la documentada crítica de Pepe Gutiérrez en la revista Sin Permiso a finales de julio (www.sinpermiso.info), llena de referencias y textos complementarios que pueden ayudar a quien quiera profundizar en el tema. Pero, al margen del balance por realizar sobre la experiencia que representó el MIL en la lucha antifranquista, lo cierto es que la película va a lograr hacer llegar a un público muy amplio (es un filme comercial, bien hecho, con actores conocidos) una parte de la historia de España y de Cataluña que no ha tenido expresiones artísticas de ese calibre y alcance. Y lo hace sin santificar a Puig Antich y sus compañeros, aceptando rasgos personales contradictorios como el que representa el funcionario de prisiones, y al mismo tiempo sin compasión alguna para con el aparato franquista de violencia institucionalizada.
La política y el conflicto son términos inseparables. Como lo es la presencia constante de la violencia en las relaciones sociales. Ken Loach trata de usar la historia imperialista de Gran Bretaña en uno de sus episodios menos conocidos, para intervenir en el debate actual sobre el papel que desempeña Estados Unidos y sus aliados en los conflictos internacionales. La película Salvador nos recuerda el carácter sistemático de la violencia del Estado en su expresión más evidente: la pena de muerte. Y ambos filmes plantean con vehemencia que el conflicto estará siempre presente en el debate político. Y ese debate es entre opciones ideológicas, entre intereses. Y no, como ahora algunos parecen argumentar, entre verdad y mentira; justo e injusto; racional e irracional, bueno y malo. En ese último contexto, el enemigo no es alguien con el que no se está de acuerdo, es simplemente alguien que hay que eliminar. Frente a los enemigos irreconciliables de lo moralmente correcto, se precisaría el consenso de los "cargados de razón". Y es precisamente ese falso e instrumental consenso que acaba alejando a la política de su verdadero lugar: el debate partidista, el debate entre opciones, el conflicto entre los que ganan y pierden ante cada decisión. Aprender del conflicto político y aceptar su lógica es la mejor vacuna para la violencia aparentemente apolítica de los nuevos moralismos.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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