_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Piedad

En el estante de los diccionarios, ese lugar en el que las palabras aspiran a tener confianza en sí mismas, conservo enmarcado el recordatorio de mi primera comunión. Racimos de uvas, florecillas y cálices adornan en rojo, verde, negro y oro el listón de la memoria. Una Virgen María de ternura limpia y cursilona, puro estilo Ferrándiz, certifica con su maternal inocencia que el niño Luis Manuel García Montero recibió su Primera Comunión en el Colegio de los P.P. Escolapios, en Granada, el 22 de mayo de 1966. No diré que fue también la última, pero tampoco tardé mucho en sentir que el frío de las rodillas devotas empezaba a subirme por las piernas, el vientre y el pecho, hasta llegar a la conciencia, ese lugar en el que las palabras se llenan de dudas y descubren su deterioro, inevitable como un pecado original. Puro estilo perturbador el de la conciencia, como un recordatorio de Primera Comunión encargado a Lucien Freud. Los pacíficos campanarios de los cielos granadinos perdieron poco a poco su autoridad espiritual en el corazón del niño que salía del colegio y cruzaba los puentes del río Genil camino de su casa, atravesando el arbolado enfermo de los Jardinillos y las farolas tímidas del Paseo de la Bomba. Olvidé mi traje blanco de marinero mucho antes de abandonar para siempre los confesionarios, aunque no por ello renuncié a las inquietudes del amor al prójimo. Como la costumbre es renunciar a las inquietudes, ya sea manteniéndose en las tribus de Dios, ya sea perteneciendo a los rebaños de la sociedad profana, no me importa recordar con voluntariosa nostalgia las ventajas inquietantes de la piedad. No creo que haga falta creer en ningún dios absurdo para sentir piedad, o para ponerse en el lugar del otro. En los tiempos que vivimos, la piedad debería llenar los huecos que han dejado las certezas de las ideologías.

Además de fervor religioso, piedad significa en nuestra lengua compasión, los avatares del sufrimiento compartido. La inmigración es el problema que protagoniza ahora las inquietudes de la sociedad española. Más que ponernos en el lugar del otro, parece que estamos atrincherándonos en nuestro propio lugar. Somos una inercia de preocupaciones exageradas, informaciones manipuladoras y realidades que se olvidan. No conviene negar de forma demagógica los problemas fronterizos de la globalización, ni cerrar los ojos ante las contradicciones políticas y sociales que provoca el desembarco de inmigrantes en las costas andaluzas y canarias. Pero la piedad invita a ponerse en el lugar del otro, y desde allí resulta difícil desconocer el verdadero lugar del drama. La incomodidad de una sociedad democrática a la hora de atender la llegada de náufragos a sus costas no puede compararse con la tragedia de unos seres humanos condenados a la miseria, que necesitan abandonar sus casas y aventurarse a una navegación temeraria en busca de una sociedad en la que sobrevivir. ¿Ha dado usted alguna vez un paseo en barca durante sus vacaciones de verano? ¿Sabe usted cuánta agua cabe en una ola y en las distancias más cortas del mar? Pues imagínese usted en medio del mar, sin seguridad ninguna, sin condiciones, acompañado de otros miserables, arriesgándose a morir para vivir, sintiendo la soledad azul, y gris, y negra del infinito, en la sucesión amenazante y helada de sus mañanas, sus mediodías, sus tardes y sus noches. Quizá la piedad pueda ayudarnos a comprender de qué estamos hablando al pedir medidas para solucionar el problema de la inmigración. Supongo que muchos inmigrantes llenarán las horas de la travesía con oraciones a la divinidad. Supongo que muchos ciudadanos católicos alarmados por la inmigración rezarán antes de quedarse dormidos. Pero los que no creen en dioses, tampoco pueden delegar la responsabilidad en un altar. Miro a la Virgen de mi recordatorio, y no veo a la madre de un dios, sino a una mujer que acaba de tener un hijo en un pesebre, sin papeles, con todas las puertas cerradas. Esa es la historia que merece recordarse.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_