El explorador con esvástica
Ernst Schäfer capitaneó la oscura expedición de las SS al Tíbet en 1938-1939
A ntes de Indiana Jones ya hubo nazis en el Tíbet. Nazis de verdad, no de celuloide. Una expedición de cinco científicos del III Reich llegó a Lhasa en 1939 con el patrocinio del jefe de las SS, Heinrich Himmler, y de su Ahnenerbe, la organización consagrada a investigar el pasado alemán desde el punto de vista de las teorías raciales. El objetivo de la expedición, que significó el encuentro en el Techo del Mundo de la siniestra esvástica nazi con la ancestral esvástica tibetana, la yungdrung, era a la vez científico, político, militar e ideológico, con una inevitable vertiente esotérica, vistas las chifladuras de Himmler. El jefe de la misión fue un explorador decidido, vanidoso, deseoso de gloria, enérgico hasta la brutalidad, prototipo del individuo capaz de vender su alma al diablo -que es lo que literalmente hizo- y de sacrificar su honestidad en el altar de su ambición. Ernst Schäfer, naturalista, cazador, autor de Unbekanntes Tibet (El Tíbet desconocido), entre otros libros, y capitán honorario de las SS, es un prototipo de héroe siniestro, un aventurero decantado hacia el lado oscuro -como el capitán Brown de Lord Jim- cuyo trayecto vital resulta tan fascinante como aterrador. Schäfer fue un protegido de Himmler y formó parte de su círculo íntimo, diseñó la ropa de invierno de las Waffen SS, mató a su propia mujer en un accidente de caza -le dio a ella en vez de a un pato- y disfruta del dudoso honor de haber sido el primer europeo en abatir a tiros un oso panda.
El regente del Tíbet dio a los expedicionarios nazis una carta, un perro y una túnica de lama para que se los entregaran a Hitler a su regreso
Schäfer, prototipo del aventurero siniestro, mató a su mujer en un accidente de caza y fue el primer europeo en abatir a tiros un oso panda
Nacido en Colonia en 1910, Schäfer, bajo y fornido, era hijo de un poderoso empresario. Desde niño fue todo un Wandervögel y le apasionaba la vida en la naturaleza y especialmente la caza. También desde muy joven se le metió en la cabeza ir a explorar el Tíbet, un romántico símbolo de todo lo misterioso y recóndito. En la Universidad de Göttingen estudió zoología y geología, y en 1930 conoció a Brooke Dolan, el hijo de un millonario de Filadelfia que estaba organizando una expedición a China. Allí vivieron aventuras sin cuento, y en los impenetrables bosques de bambú de las montañas de Wassu, en 1931, Schäfer cazó su panda. Se retrató con el pobre animal finado, y uno no puede dejar de pensar que matar a esa simpática criatura fue su primer pecado. Le seguirían enseguida otros. No tardó mucho a su regreso en ingresar en las SS. Corría 1933 y Schäfer era ya un explorador célebre. Lo que hizo que Himmler, que tenía sus propias y extravagantes ideas de lo que debía ser una expedición alemana al Tíbet -había que rastrear los orígenes de la raza aria, localizar el mítico reino de Agartha, el Shangri-La nazi, y comprobar las teorías de la cosmogonía glacial de Hörbiger, entre otras boberías-, se fijara en él. Parece que el explorador se reía por lo bajini del lunático de su jefe y sus locuras seudocientíficas, hasta que la sonrisa se le congeló al descubrir a qué horror humeante conducían. Pero decidió aprovechar todos los recursos que se le ofrecieron para labrarse una gran carrera científica. En su apasionante libro La cruzada de Himmler (Inédita, 2006), Christopher Hale, que ha reseguido pormenorizadamente el viaje al Tíbet, opta por la interpretación faustiana para explicar la relación de Schäfer con Himmler. Otros -véase Tournament of shadows, de Karl Meyer y Shareen Brysac (Londres, 2001), o The master plan, de Heather Pringle (Londres, 2006)- le retratan sin ambages como un pedazo de nazi.
La expedición al Tíbet partió en abril de 1938. Los alemanes tuvieron que sortear a los recelosos británicos, a quienes, acostumbrados al Gran Juego, ponía de los nervios que un grupo de nazis paseara por el Techo del Mundo. En el camino, mientras enviaba cartas a Himmler con mucho "¡Heil Hitler!" y tal, Schäfer cazó una extraña cabra himalaya que identificó como una especie desconocida (lo que se ha discutido) y recibió su nombre, Hemitragus jemlahicus schäferi. Supongo que no se atrevió a bautizarla con el pertinente nombre de Himmler: la amistad con el reichführer tenía sus límites.
Nazis en la Ciudad Prohibida
En enero de 1939, tras muchas maniobras, la expedición entró en la Ciudad Prohibida de Lhasa con sus gallardetes de las SS al viento. Schäfer intimó con el regente, Reting Rimpoché, pues el nuevo Dalai Lama, un niño recién descubierto, no había llegado aún a la capital: siete años más tarde trabaría amistad en el Potala con otro nazi, el escalador, también SS, Heinrich Harrer. La expedición se dedicó a filmar ceremonias y a medir cráneos y esas cosas. Schäfer regresó convertido en un héroe del III Reich, con una carta del regente para Hitler y un perro, un apso, de regalo para el führer (el afortunado can murió en el camino). Nuestro hombre recibió de premio la dirección de un instituto científico propio, y empezó a preparar con Himmler otra expedición: al Cáucaso para estudiar a los judíos de la región, los Dag Chufut. Conociendo a Himmler, está claro lo que significaba la palabra estudio. Stalingrado hizo que se cancelase el proyecto del Sonderkommando Kaukasus, lo que probablemente salvó a Schäfer de implicarse directamente en el genocidio. Tras la guerra fue juzgado, pero exonerado, y se marchó en 1950 a Venezuela, donde montó la estación biológica de Rancho Grande. Estuvo luego en África, rodando para el controvertido ex rey de Bélgica, Leopoldo, un documental para conmemorar (!) el 50º aniversario de la anexión del Congo. Finalmente se retiró a un balneario en la Baja Sajonia y murió en julio de 1992 recordando los buenos días nazis en el Tíbet. Y sin remordimientos.
En busca del martillo (de Thor) perdido
ENTRE LOS COMPONENTES de la expedición de Schäfer al Tíbet figuraba un joven antropólogo y oficial de las SS, Bruno Berger, que acabaría en Auschwitz seleccionando un centenar de prisioneros por sus "interesantes" características raciales. Los elegidos fueron gaseados, y sus cuerpos, reducidos a esqueletos para la colección de la Ahnenerbe. Ése fue uno de los crímenes de la organización científica de Himmler que los aliados descubrieron al hallar los archivos de la misma escondidos en una cueva conocida muy apropiadamente como Kleines Teufelsloch (el agujero pequeño del diablo), lo que no está claro que se refiriera a algún rincón de la anatomía de Himmler. Allí estaban documentados también el pillaje de museos -véase en el libro de Pringle la caza en Rusia del tesoro de los godos por el arqueólogo Jankuhn de la mano del Einsatzgruppe D- y los experimentos seudocientíficos con prisioneros de Dachau.
La expedición al Tíbet de Schäfer no fue la única que patrocinó la Ahnenerbe. Hubo hasta ocho, todas consagradas a probar la supremacía aria o a hallar testimonios de supuestos antiguos conocimientos de "la raza dominante". En el ínterin, los científicos nazis que recogían prácticas chamánicas finlandesas para las SS, calcos de petroglifos prehistóricos escandinavos o tejido de momias guanches, realizaban operaciones de espionaje.
No consta en los archivos de la Ahnenerbe que los nazis buscaran el Arca de la Alianza o el Grial. Pero no sería raro, porque trataron de hallar cosas más insólitas. Se conserva una carta en la que Himmler les encarga investigar el paradero del martillo de Thor, el dios del Trueno. El reichführer estaba convencido de que el legendario objeto se basaba en un arma real de los antiguos arios que implicaba un adelantado conocimiento de la electricidad susceptible de ser usado contra los aliados. Eso sí hubiera sido una wunderwaffen, un arma milagrosa.
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