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Columna
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Hasta luego, queridos

Estoy aquí, bien pertrechada en la Ona de Cadaqués, ese oasis, donde un amable Óscar nos tiene unos cuántos ordenadores montados para todos aquellos trogloditas que aún no sabemos vivir con el portátil a cuestas. Hace fresquito, gracias al mejor invento de la historia de la humanidad, o sea el aire acondicionado, y cerca de mí una jovencita extranjera, con aires de enviar un correo atolondrado al noviete que dejó lejos -la familia, ¡ese coñazo a los 17- aporrea el teclado con pasión inusitada. En la esquinita, un lujo de hombre, una belleza de escritor, teclea más pacientemente su texto. Javier Tomeo está, el pobre, como yo, sin ordenador, con artículo por hacer -el suyo en la otra trinchera-, y con ganas de enviar al cuerno los deberes que mira que estaría bien, uno, tirado a la bartola, sin otra obligación que matar el tiempo a bostezos. Hacemos cara de pobres leídos, bastante tirados, y sin saber muy bien cómo se hace esto de veranear en un pueblo pijo, entre pijos leídos y sin formar parte de ningún círculo presentable. Javier, como yo misma, llevamos el Cadaqués de mar y red en las entrañas, sin yates, ni última generación de piscinas, sin otro aliciente que ver sus caídas de sol serpenteando por su mar de plata. He conocido muchos Cadaqués desde siempre, desde mis muchas generaciones de Raholas habitando sus rincones, y sólo me ha seducido uno de ellos, el único, el que lleva hambre y mar y anchoas saladas y venas de uva retorcidas en sus paredes de pizarra. Nunca entendí cómo ese Cadaqués abrupto, salvaje, maleducado y bastante huraño podía encantar a tanta gente delicada. Pero así debe de ser a tenor de sus calles convertidas en avenidas de carne humana. ¡Hay tantos Cadaqués en el alma del poeta!, escribió el poeta.

Pero ésta no es mi estación final de verano. De hecho, empiezo aquí mis vacaciones que me llevarán, con hijos a cuestas, por algunos mundos inexplorados. Soy un culo inquieto, incapaz de vivir en la tumbona de mi porche, a pesar de tener ambos, y ambos ser el paraíso. De manera que éste es un artículo de despedida. Como muchos de ustedes, cerraré la persiana un tiempecito, quizá relajaré los nervios, quizá fortaleceré los músculos, quizá aparecerá alguna idea nueva, quizá pasaré el rastrillo por las viejas. Parar es volver a construir. Volver a pensar... Como fuere, podría acabar la temporada con mutis, sin otro ruido que un artículo final de cualquier cosa. El mundo está para muchas miradas. Pero miren ustedes, este espacio empieza a ser algo viejo, denso en complicidades de diversa índole y condición, retroalimentado por los muchos comentarios que me hacen llegar ustedes, sufridos lectores, por los muchos caminos de la técnica. Los he leído irritados y contentos, contrarios y entusiasmados, siempre certeros en su mirada crítica. No hay otro lujo, para alguien que tiene el lujo de un espacio público, que recibir la apisonadora del pensamiento crítico. He hablado de complicidad, y eso siento cuando me siento, hoy, a escribir una despedida.

Diría lo ya dicho: sean ustedes felices. Pero será por la biología, que incorpora años a mis años sin pedir permiso, será porque una se vuelve sentimental con el calor, cada día le doy más importancia a esta tontería de la felicidad. Lo sé. Sé que en nuestra sociedad no se lleva nada bien ser feliz, y que en lo progre comprometido aún se lleva menos, porque uno tiene que estar un poco torturado con este mundo loco que nos apela, nos agrede y nos preocupa. Pero llegó un punto en el que pienso, pobre de mi, que ser feliz es auténticamente revolucionario, y que uno tiene que luchar por esa revolución pendiente con más ahínco que cualquier otra. Tus gentes, tus hijos a medio construir, pequeños rebeldes sin causas conocidas, ese compañero de viaje que a veces se arrastra a tu lado, y otras vuela con la fuerza del huracán, las cuatro ideas sólidas que una lleva en la mochila, los tres proyectos a medias, el paisaje de la propia vida. Observado desde el porchecito de mi Cadaqués salvaje, todo ello tiene una fuerza indómita, una belleza punzante, una verdad sin fisuras, y si una no se siente feliz, es que es una imbécil redomada. Sin embargo, ¿por qué cuesta tanto saberlo, tanto sentirlo, arrastrados por nuestras actividades voraces, nuestras pequeñas vanidades, nuestros éxitos y nuestros fracasos fugaces? ¿Será que no estamos hechos para saber que somos felices?

Por supuesto, séanlo si pueden. Si el zarpazo de la Parca no ha segado de cuajo ningún amor, ni está más ahogado de lo aguantable el bolsillo, ni estamos sufriendo por alguna derrota de salud. Si no fallan los tres pilares de la tranquilidad, aconsejo una pequeña disciplina vacacional. Tirarse en la tumbona de la playa de cada cual, mirar más allá del culo del vecino, y fijarse en ese punto exacto del horizonte donde la propia vida se pasea y te sonríe. Mirar hacia fuera para mirar hacia adentro. Y en un ejercicio aún más sabio, colgar en las perchas de ese armario improvisado, todo aquello que conforma el propio paisaje sentimental, colgarlo para contemplarlo. Colgarlo para amarlo. Colgarlo para recordar que nos hace felices amarlo. Mírense mientras miran, y ámense amando. Que la felicidad, créanlo, es la más pendiente de las revoluciones pendientes. Pero tenemos tanta prisa intentando salvar el Amazonas, que nos cuesta recordar cómo se riega el jardín de casa. En fin, hasta luego amigos.

www.pilarrahola.com

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