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Columna
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Iglesia, política, nacionalismo

Josep Ramoneda

Dos días después de haber frustrado las ansias de guerra política con el Gobierno que albergaban algunos sectores de la militancia católica y su jerarquía, el Papa ha mandado un mensaje desconcertante para los más guerrilleros: ha reemplazado a Navarro Valls, miembro del Opus Dei, por un sacerdote jesuita, el padre Lombardi. Los designios pontificios son inescrutables, pero teniendo tanto por escoger entre la grey eclesiástica, el paso del Instituto de la Santa Cruz a la Compañía de Jesús difícilmente puede considerarse casual, y, en cualquier caso, es imposible -y el Papa seguro que lo sabe- que no sea visto como una señal intencionada. Otra decepción para la alborotada jerarquía eclesiástica española.

La Iglesia lleva siglos contaminando la política en España. Y la derecha raramente ha sabido encontrar la distancia necesaria: demasiados años navegando juntos. Ya es tradición de la democracia española que la derecha y la jerarquía eclesiástica conciban los viajes papales como una forma de acción política concertada. La vocación de Juan Pablo II por la comunicación de masas daba mucho juego, pero el papa Ratzinger es de otro estilo. Se ha querido transferir a Benedicto XVI un problema que es estrictamente del PP. El PP de Rajoy se siente ideológicamente impotente, incapaz de armar un liberalismo moderno después de los efectos devastadores del paso de Aznar y su conversión a la llamada de Bush para adoptar el papel del guerrero frente al entreguismo europeo. Aznar tenía que ser la punta de lanza de la revolución conservadora en Europa. Y Rajoy ha optado por arrimarse a la Iglesia. Los obispos españoles han desplegado todo el celo del que son capaces en la tarea de suministradores ideológicos de la derecha española. El Papa ha hecho lo lógico: no darse por enterado. Esta no es su guerra, es la guerra del PP. Este Papa ya ha demostrado que el viejo proyecto democratacristiano que algunos pensaron en resucitar en los últimos años del papado anterior no entra en absoluto en sus planes.

En una sociedad abierta, al PP le puede ser útil arrimarse a la Iglesia para sentirse confortado en el momento de pasar el bache de la pérdida del poder y del desconcierto ideológico, pero restringe su campo de juego inevitablemente y contribuye a la estrategia del Gobierno de mandarle al rincón de lo más reactivo. A la Iglesia le sirve quizás para ganar presencia en la calle y recordar que existe en una sociedad que abandona la práctica religiosa a pasos de gigante. Pero tarde o temprano el PP, si quiere volver al Gobierno, tendrá que ensanchar su campo y la Iglesia española -tan dependiente todavía del presupuesto del Estado- no será en estas batallas políticas donde resolverá sus dificultades. Como dice un amigo sacerdote, "el problema de la Iglesia es que sólo tiene respuestas para cuestiones que la gente ya no se plantea".

En estos años en que la jerarquía eclesiástica ha compartido el frente callejero con el PP y ha lanzando un sinfín de mensajes tremendistas sobre una sociedad que camina, al parecer de los señores obispos, hacia el más absoluto de los desastres, un solo tema ha provocado diferencias manifiestas entre los obispos españoles: la unidad de España. La pretensión de los más próximos al PP de sumarse pastoralmente al discurso de la traición de Zapatero a España no ha conseguido el consenso entre los prelados que todos los demás temas de controversia han encontrado. Y se ha reproducido en la Iglesia el esquema centro/periferia. Lo cual confirma la tradicional armonía entre nacionalismo y religión.

Puesto que en España hay varios nacionalismos cada obispo se ha sentido obligado con el suyo, de modo que ha sido imposible imponer el discurso del nacionalismo principal a los demás nacionalismos. O sea que, por lo menos en España, el nacionalismo es el lugar propio de la religión en política. A él se aferran los señores prelados, del mismo modo que el PP se aferra a ellos. Sólo los nacionalismos les separan. Quizás sea este un buen argumento a favor de la España plural.

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