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Columna
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La reforma del federalismo alemán

El viernes pasado el Parlamento federal aprobaba con 428 votos -bastaban con 410 para alcanzar los dos tercios exigidos- un paquete de 40 reformas de la Constitución, el mayor que hasta ahora se ha llevado a cabo de una vez, con el objetivo de conseguir más transparencia y eficacia en el Estado federal. En este punto, conviene corregir dos prejuicios ampliamente difundidos en España.

El primero consiste en creer que lo último que habría que hacer es modificar el sacrosanto texto constitucional. Desde 1949, que se aprobó la Ley Fundamental de la Alemania occidental y que en 1990 se extendió a la oriental, se han efectuado más de 50 reformas constitucionales y ahora de un golpe 40 más. Y ello no porque la Constitución alemana sea particularmente defectuosa, o que funcione mal el sistema político que de ella se deriva, sino al contrario, como muestra de su pujanza y vitalidad. En efecto, una Constitución viva tiene que ir acoplándose a una realidad cambiante, y nadie negará la enorme dimensión de los cambios ocurridos en este último medio siglo con el proceso de integración europea y la recuperación de la unidad y soberanía de Alemania. Al revés, nada muestra tanto la debilidad de una Constitución y del régimen político que apoya que la incapacidad de reformarla ante el temor de que, si se toca, se venga abajo.

El segundo consiste en atribuir la reforma federal a que la descentralización no funciona en un mundo globalizado, lo que obligaría, aunque fuese por la puerta de atrás, a reforzar el poder de la federación. ¡Cuando los alemanes fortalecen el poder central, nosotros caminamos hacia una mayor descentralización! Nada más alejado de la verdad. La tendencia dominante a que la federación acumulara cada vez más poder, que se compensaba con una mayor participación de los Estados federados en la confección de las leyes, es el origen del atasco que había acabado por paralizar la acción del Estado. Cada vez más leyes aprobadas en el Parlamento federal necesitaban ser ratificadas en la Cámara territorial (Bundesrat). Si además las mayorías eran distintas, como ocurría en la última legislación, las leyes pasaban del uno a la otra, en un juego de pimpón, para terminar en comisiones mixtas, con lo que no sólo se retrasaba muchísimo su aprobación, sino que, al pasar por tantos compromisos, salían descafeinadas.

El fin principal de la reforma es recuperar la capacidad legislativa del Estado, sin por ello, antes al contrario, usurpar los derechos de los Estados federados, cuyas administraciones (los Estados federados y los ayuntamientos tienen el 89% de los funcionarios, mientras que la federación sólo el 11%) son las encargadas de aplicar las leyes. Más aún, los Estados federados recuperan el derecho a establecer sueldos y pensiones, que para mantener las mismas retribuciones en toda la república, evitando la tendencia a subidas continuas al compararse unos Estados con otros, en 1971 habían entregado a la federación. Hasta ahora sin consentimiento de los Estados federados la federación no podía constituir o ampliar un organismo; ahora puede hacerlo, pero a cambio, los Estados federados adquieren la posibilidad de dictar en este campo normas que se aparten de las que establezca la federación. Y en todo caso, se seguirá necesitando la aprobación de la Cámara territorial para aquellas leyes que para su aplicación originen costos en los Estados federados, así como se mantiene el derecho de legislar en aquellas materias en las que la federación no intervenga con una legislación propia.

Además de criticar que la reforma haya dejado aparcada la cuestión más espinosa de la financiación, reparto de ingresos y de costos, la oposición desaprueba que, pese a que se haya constituido una comisión informativa de la federación y los Estados federados para proponer proyectos comunes, se haya consolidado las competencias de los Estados federados en educación y ciencia, el tema más controvertido estos últimos años y motivo principal de que la reforma fracasase en 2004. El federalismo conlleva diferenciación y competitividad entre Estados, aunque se pague al precio de que los más ricos puedan pagar mejor a sus funcionarios y recabar mejores servicios. La igualación centralista, en cambio, paraliza el afán de innovación -innovar para todos a la vez resulta muy difícil- fortaleciendo, en fin de cuentas, derechos y prejuicios adquiridos.

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