Visita a la cuna del Indalo
La cueva de los Letreros guarda en una pintura el símbolo de Almería
Sobre el origen del Indalo, el icono más conocido de Almería hasta que triunfó David Bisbal, existen dos versiones. La abreviada, la de los folletos turísticos, explica que es una pintura rupestre de la cueva de los Letreros, en Vélez-Blanco, y que su nombre deriva del ibérico indal eccius: mensajero de los dioses. También hay una versión más larga, menos fidedigna pero más divertida. Dicha historia comienza en 1945, año en que varios artistas almerienses, guiados por el pintor Jesús de Perceval, decidieron fundar un movimiento regenerador de la cultura provincial y adoptar, como símbolo propio, un idolillo de barro, tocado con sombrero de copa, que les habían vendido asegurándoles que era de tiempos de los fenicios. Como se parecía a un tal Indalecio, que frecuentaba las tertulias del grupo, le llamaron Indalo. El Movimiento Indálico marchaba viento en popa e incluso lo alentaba desde Madrid el filósofo Eugenio d'Ors, cuando se descubrió que el idolillo era obra de un alfarero murciano de Totana. A fin de sortear el escollo, no quedó más remedio que buscar otro símbolo de antigüedad menos dudosa, y así es como se acabó recurriendo a la inscripción prehistórica que hoy todo el mundo reconoce como emblema de Almería: un monigote en forma de aspa, que parece estar saltando a la comba.
En busca del auténtico Indalo, nos acercamos a la cueva de los Letreros de Vélez-Blanco, la más famosa de las 25 estaciones de arte rupestre que salpican la sierra de María. En sus paredes vemos panes, soles e incluso un brujo con un aspecto muy simpático. Y distinguimos, también, un arquero que está acechando a unas cabras. Pero lo cierto es que entre este espontáneo cazador y la pegatina simétrica que adorna los coches de la provincia median 18.000 años de inventiva, incluida la de unos artesanos de Mojácar que, según la versión larga de la historia, estilizaron la figura en los años sesenta del pasado siglo.
Las autoridades turísticas de Almería promocionan Vélez-Blanco como la cuna del Indalo, lo que no debe distraer de los otros atractivos, fuera de toda duda, que tiene este pueblo de 2.000 habitantes. En lo más alto de la población se recorta, por ejemplo, la elegantísima silueta del castillo del marqués de los Vélez, que trazaron arquitectos italianos a principios del siglo XVI sobre las ruinas de una antigua alcazaba musulmana. El magnífico patio, delicada pieza escultórica del Renacimiento realizada en mármol, fue vendido por los propietarios a un coleccionista particular en 1904, y desde 1964 se exhibe en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York. A los pies del castillo se acurruca el barrio de la Morería, con calles empinadas y casitas blancas, y por todos los rincones surgen fuentes -como las de la Novia, de los Cinco Caños, de Caravaca, del Mesón- de chorros gruesos y de linfas tan gélidas que, aun en el rigor del estío, anestesian boca y paladar.
Crestas calizas
A la belleza cegadora de su caserío, Vélez-Blanco suma la de su emplazamiento: en los primeros recuestos del cerro Maimón, vigilando la entrada a la sierra norteña de María (declarada parque natural en 1987), que conserva masas seculares de encinas y pinos carrascos, así como una atmósfera inmaculada en sus crestas calizas (cerro Burrica, 2.045 metros), reino de las águilas y, en invierno, de las nieves, visitantes desconocidas en el resto de Almería. De la media docena de senderos que hay señalizados en el parque natural, el más recomendable es el que atraviesa la sierra uniendo Vélez-Blanco con el pueblo de María.
El paseo lo iniciamos subiendo desde el castillo hasta la cercana carretera comarcal 321 y avanzando por ella en dirección a María, para, a los 300 metros, doblar a la izquierda por una pista de tierra que repecha por la umbría del Maimón. En un cuarto de hora arribamos a un mirador con soberbias vistas del castillo y de las Muelas de la sierra del Gigante. Y, en una hora más, al cortijo del Peral, donde un pastor sobrevive con un puñado de cabras y otro de almendros, en una soledad que estremece. Rechazando un desvío a la izquierda -a la cueva Botia, según un letrero-, pronto alcanzamos un collado donde la pista comienza a declinar por la vertiente norte de la sierra. Pero antes de bajar, merece la pena encaramarse a la desnuda cresta inmediata para gozar del enorme panorama: a naciente, Sierra Espuña (Murcia); a poniente, Sierra Nevada (Granada), y, al noroeste, la sierra de Segura (Jaén), entre cuyas cumbres, con la ayuda de unos prismáticos, vislumbramos los Montes de Toledo. Ya sólo queda descender, por el frescor del pinar, al pueblo de María (tres horas desde el inicio). Y volver a Vélez-Blanco, en otro par de horas, por la carretera comarcal, fijándonos en los pinos carrascos que la jalonan.
Además de Vélez-Blanco y de su entorno natural inmediato, la comarca ofrece otros tesoros monumentales, como la iglesia barroca de la Encarnación, en Vélez-Rubio. O etnográficos, como el Museo del Esparto, en El Contador, una pedanía de Chirivel. Y didácticos, como el jardín botánico de la Umbría de la Virgen, en María. Cerca de este último se alza desde el siglo XVI la ermita de la Virgen de la Cabeza, un santuario prodigioso, que unos días aparece blanquísimo sobre el telón de fondo de la verdinegra pinada, y otros desaparece. Es el milagro de la nieve en Almería.
GUÍA PRÁCTICA
- Restaurante El Molino (950 41 50 70). Curtidores, s/n. Vélez-Blanco. Precio medio, unos 35 euros.- Casa de los Arcos (950 61 48 05). San Francisco, 2. Vélez-Blanco. Hermosa casona del siglo XVIII. Habitación doble, 53 euros
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Centro de visitantes de Velez-Blanco
(950 41 53 54).- www.losvelez.com.
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