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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Excesos místicos

¿Cuando el místico habla de "Dios", "lo divino", "la divinidad", "el espíritu", y construye frases con esos términos, de qué habla? ¿De qué habla el místico, en general, que no se considera perito en Dios (teólogo), ni suele pensar desde ningún dogma? ¿Qué es ese absurdo de "las palabras del silencio", que titula este magnífico libro? Algún sentido ha de tener, y lo suficientemente profundo para que esté dentro de los márgenes de la cordura, como es de suponer de este afán humano perenne de buscar el último referente del lenguaje más allá de las cosas, que siempre han parecido ecos (criaturas) de un primer estallido sonoro.

¿Se trata de un lenguaje "excesivo", como el que describe Amador Vega en los grandes místicos alemanes, debido a un exceso de significado en sus imágenes, y no a un sentimentalismo excesivo? (A Jacob Böhme, por ejemplo, lo leyeron gentes como Spinoza, Newton, Hegel, y se dice que la fría lógica intrínseca del deus sive natura, de la gravitación o del idealismo estaba ya en el zapatero de Görtliz). ¿De un lenguaje apoyado en la imaginería explosiva de una experiencia visionaria como la que describe Victoria Cirlot en Hildegard von Bingen (comparándola con la de Max Ernst), situada entre "el oscuro impulso vital" y "el Espíritu de Dios"? Sí, de todo eso. Pero ¿qué es eso? Sencillamente, mística. Un ser místico es un ser profundo -no hace siquiera falta que sea religioso-, "que no puede parar de caminar, que, de algún modo consciente y cierto de lo que le falta, sabe de cada lugar y de cada objeto que no es eso, que no se puede residir aquí ni contentarse con esto" (Michel de Certeau). Tras el esto y el aquí hay siempre muchas cosas. Hasta en la vida diaria.

LAS PALABRAS DEL SILENCIO

Óscar Pujol y Amador Vega (editores)

Trotta. Madrid, 2006

136 páginas. 12 euros

Ser místico es una experien-

cia muy normal: la de la imposibilidad lógica de describir toda la experiencia mediante patrones científicos, ni siquiera metafísicos. La lógica científica o metafísica (que abarca toda la lógica del lenguaje, es decir, toda la lógica), cuando se pregunta por sus propios supuestos últimos, se supera a sí misma en un lenguaje sin corsés normalizados, o, más coherentemente, en el silencio de un sentimiento y consideración de las cosas sub especie aeterni. El silencio (o el lenguaje excesivo) del místico, efectivamente, como dice Chantal Maillard (no entiendo por qué fue la más "iconoclasta" y "polémica" del congreso de Ávila en el que se basa este libro: me parece, al contrario, por lo que leo, que fue la más coherentemente mística), no se basa tanto en una experiencia inefable cuanto en una imposibilidad lógica: la de hablar con sentido fuera de ciertos ámbitos, los de la ciencia o la metafísica, cuyas cuestiones no rozan siquiera el más mínimo problema de la vida, sin embargo, ni solucionan el más mínimo, aunque se hubieran solucionado todas. El lenguaje o el silencio místico no es de alienados, es de gentes que han sobrepasado la lógica, en quienes la razón permanece tan viva como superada: con un poso de seriedad de planteamientos que da esa grandeza especial al pensar o al arte o al conocimiento de los autores más grandes, más veraces, en cualquier campo. (Musil, por ejemplo).

El problema de un libro co-

mo éste es querer hablar de algo que él mismo considera (dice) indecible: la temeridad de hablar del silencio y de su relación con la palabra. Pero lo hace muy bien, en su medida autoimpuesta, puesto que describe espléndidamente la postura que frente al fascinante problema lenguaje-silencio han adoptado las distintas tradiciones místicas más preclaras: budista, judía, hindú, cristiana, musulmana, filosófica. Un libro muy especial: con la serenidad de una sabia elegancia intelectual aplicada a los límites de lo inteligible.

Dios es palabra pura, tan pura que no habla. O si habla, no dice nada, porque nada hay que decir si no habla. Su palabra no tiene significado, porque lo crea al pronunciarlo. Crea en cada fonación un objeto, cuya realidad trasluce una palabra que no llegó a decir nada, porque nada había antes de ella. Por eso todo lugar y objeto no es eso, como decíamos. Es algo oscuro, cuya oscuridad permanece en lo más profundo, es decir, antes del lenguaje significativo. Aquí está el origen de todo exceso místico de lenguaje y de toda coherencia mística del silencio: en una lógica autosuperada que se sublima en un Dios que habla desde la nada. Desde sí mismo.

Imagen de san Juan de la Cruz, del convento de Santa Teresa, en Jaén.
Imagen de san Juan de la Cruz, del convento de Santa Teresa, en Jaén.

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