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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Cosas de Gaudí

Veo las noticias de la tele y sale Gemma Amat, directora de Artesanía Cataluña, diciendo que sería bueno que los souvenirs que se llevan los turistas dignificaran la imagen de este país. Se trata, deduzco, de dar prioridad a la artesanía de calidad y políticamente correcta ante la invasión de productos baratija fabricados en Oriente siguiendo un patrón de españolada delirante. Un souvenir nacionalmente digno sería, por ejemplo, una reproducción elaborada de la Sagrada Familia o de cualquier otra obra gaudiniana. Raudo y veloz, me voy a la tienda de La Pedrera y, sorteando turistas a codazo limpio, compruebo que aquí abundan objetos más que dignos y de inspiración modernista: camisetas, imanes para nevera, calendarios, collares, bolígrafos, libretas, lápices, sacapuntas. Al salir, me detengo a contemplar la fachada del edificio y recuerdo aquel texto de Francesc Pujols en el que decía que El crepúsculo de los dioses de Wagner se parecía a La Pedrera porque ambos "tenen les mateixes formes colossals i monstruoses amb el mateix ritme enorme i ondulant que fon la línia amb la forma, com Wagner fon la línia melòdica amb les formes harmòniques".

Contagiado por la crepuscular fuerza de los dioses, me desplazo hasta las tiendas de souvenirs de La Rambla. Allí compruebo que Gaudí es una excusa para cometer algunas aberraciones, como un pequeño toro con una Sagrada Familia encima o una Pedrera medio oxidada dentro de una cúpula de cristal que, si le das la vuelta, activa una lluvia de purpurina. La tienda, regentada por una familia paquistaní, comercializa, entre otros productos poco dignos para la imagen de Cataluña, una selección de castañuelas españolas, vestidos de faralaes, un peluche de Copito de Nieve con cara de psicópata, reproducciones kitsch del lagarto gigante del parque Güell (parece diseñado para presidir el vestíbulo de un falso restaurante chino) y una amplia muestra de sombreros mexicanos con borlas colgantes (el de mi talla cuesta 7,7 euros). Me imagino a Gaudí y a Wagner entrando en la tienda con un bazuka y disparando indiscriminadamente, pero luego me pregunto si el hecho de que se vendan tantos toros y muñecas folclóricas no responde a una realidad paralela de la que ninguna dirección general se ocupa. Al fin y al cabo, el souvenir no deja de ser la expresión del turismo que se practica.

A Gaudí, sin embargo, no siempre le consideraron lo bastante digno para representar la imagen de Cataluña. Antes de que los japoneses lo elevaran a categoría de Gran Mamella de nuestro producto interior bruto, su trabajo fue polémico. Escribía Pujols: "Com a totes les obres de Gaudí, passava que no agradant mai a ningú, tampoc no hi havia ningú que gosés dir-l'hi a la cara, perquè tenia un estil que s'imposava sense agradar". El taxi con el que vuelvo a casa lleva un abanico presuntamente sevillano colgado del retrovisor, un souvenir indigno pero que, con toda probabilidad, contiene valiosos elementos sentimentales para el silencioso sujeto que conduce el vehículo. Por la calle de Aragó, pasamos por la plaza de Letamendi. Por la ventanilla, veo la casa donde vivió Josep Maria Carandell. Localizo visualmente el piso y el balcón y me parece adivinar la silueta de su máquina de escribir Olivetti, único altar de aquel templo agnóstico y libertario. Carandell dedicó sus últimos años a estudiar a Gaudí, y ahora el Centro de Lectura de Reus ha tenido la excelente idea de publicar la biografía inacabada del arquitecto que Carandell estaba escribiendo cuando el tranvía de una larga enfermedad se lo llevó por delante. Como en todo lo que hacía Carandell, hay una mezcla de erudición, curiosidad, capacidad para la sorpresa y sensibilidad para no someterse a las previsibles convenciones hagiográficas del género. A través de este libro puedes seguir la pista del arquitecto por sus distintos domicilios, del callejón de Picalquers a la calle de Montcada, de la calle de la Espaseria a la calle de la Cadena y a la del Consell de Cent (cerca de la redacción de este periódico). La capacidad para hacerse ameno era uno de los secretos de Carandell y en este elaborado borrador interpreta, sugiere, compila, investiga, compara, propone, discrepa, simpatiza, todo sin perder el tono de un discurso que da la misma importancia al contexto histórico que a la caligrafía o al hecho de que el arquitecto fuera bajito y pelirrojo. Aparecen desagravios expiatorios, dragones apocalípticos, misticismos blasfemos y todos los elementos de una biografía inacabada de la que se disfruta no sólo por lo que te cuenta, sino también por cómo te lo cuenta. Para mí, el libro también es un souvenir de Carandell, un mecanismo para activar recuerdos que perduran y que se podrían celebrar llevando puesto un inmenso sombrero mexicano con borlas, recubierto de diminutas piezas formando un hipercromático y gaudiniano trencadís. ¿La personalidad de Gaudí? La que se puede esperar de alguien que disfruta rompiendo los azulejos para, luego, reunir todas las piezas a fin de crear un efecto deformante que, paradójicamente, dignificó la arquitectura y le ha convertido, gracias a los libertarios mecanismos del azar, en nuestra imagen más digna.

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