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El derecho a la burla

Mirándolo bien, la prensa británica y buena parte de la estadounidense han acertado al no reproducir las caricaturas danesas por las que protestaron millones de musulmanes airados sembrando una destrucción violenta y terrible en todo el mundo. El hacerlo probablemente hubiera significado -y todavía podría significar- que muriera más gente y se destruyeran más propiedades. Habría causado un gran dolor entre muchos musulmanes británicos y estadounidenses, ya que otros musulmanes les habrían dicho que la publicación pretendía ser una muestra de desprecio hacia su religión, y aunque en la mayoría de los casos esa percepción habría sido inexacta e injustificada, el dolor habría sido auténtico de todos modos. Es verdad que a los lectores y espectadores que han estado siguiendo la historia a lo mejor les hubiera gustado juzgar por sí mismos el impacto, el humor y la naturaleza ofensiva de las caricaturas y, por tanto, la prensa podría haber pensado que en parte era responsabilidad suya el ofrecer esa oportunidad. Pero los ciudadanos no tienen derecho a leer o ver lo que quieran a cualquier precio y, de todas formas, las caricaturas son fáciles de conseguir en Internet.

En ocasiones, la autocensura de la prensa conlleva la pérdida de información, argumentos, literatura o arte importantes, pero no en este caso. Podría parecer que el no publicar las viñetas ha dado una victoria a los fanáticos y a las autoridades que instigaron las protestas violentas contra ellas y que, por tanto, se les ha incitado a emplear tácticas similares en el futuro. Pero existen pruebas sólidas de que la oleada de disturbios y destrucción -repentina, cuatro meses después de que se publicaran por primera vez las caricaturas- fue orquestada por líderes musulmanes de Dinamarca y Oriente Próximo por razones políticas de más peso. Si ese análisis es correcto, el hecho de mantener candente la cuestión mediante nuevas reproducciones beneficiaría en realidad a los responsables y recompensaría su estrategia de fomentar la violencia.

Sin embargo, existe un peligro real de que la decisión de la prensa británica y estadounidense de no publicarlas, aunque sea sabia, se interprete erróneamente como un respaldo a la extendida opinión de que la libertad de expresión tiene sus límites, que debe contraponerse a las virtudes del "multiculturalismo", y que, al fin y al cabo, el Gobierno de Blair acertó al proponer que sea considerado delito el publicar cualquier cosa "grosera o insultante" para un grupo religioso. La libertad de expresión no es sólo un emblema especial y distintivo de la cultura occidental que pueda limitarse o matizarse generosamente en señal de respeto hacia otras culturas que la rechazan, de la forma en que una media luna o una menorah podrían incluirse en una demostración religiosa cristiana. La libertad de expresión es una condición de Gobierno legítimo. Las leyes y las políticas no son legítimas a menos que hayan sido adoptadas mediante un proceso democrático, y un proceso no es democrático si el Gobierno ha impedido a alguien que exprese sus convicciones sobre cuáles deberían ser esas leyes y políticas.

La burla es una clase de expresión bien determinada; su esencia no puede redefinirse de una forma retórica menos ofensiva sin expresar algo muy distinto de lo que se pretendía. Ése es el motivo por el que, durante siglos, las tiras humorísticas y otras formas de sátira han estado, incluso cuando eran ilegales, entre las armas más importantes de nobles y de perversos movimientos políticos. Por ello, en una democracia, nadie, por poderoso o impotente que sea, puede tener derecho a no ser insultado u ofendido. Ese principio es de especial importancia en una nación que lucha por la justicia racial y étnica. Si unas minorías débiles o impopulares desean que el derecho las proteja de la discriminación económica o legal, si desean que se promulguen leyes que prohíban la discriminación contra ellas, por ejemplo, en el plano laboral, deben estar dispuestas a tolerar cualquier insulto o burla que la gente contraria a dicha legislación desee ofrecer a los demás votantes, ya que sólo una comunidad que permita esos insultos como parte del debate público puede adoptar legítimamente dichas leyes. Si esperamos que los fanáticos acepten el veredicto de la mayoría una vez que ésta haya hablado, debemos permitirles expresar su fanatismo en el proceso cuyo veredicto les pedimos que acepten. Signifique lo que signifique el multiculturalismo, signifique lo que signifique reclamar un mayor "respeto" para todos los ciudadanos y grupos, estas virtudes serían contraproducentes si se creyera que justifican la censura oficial.

Los musulmanes que se sienten escandalizados por las caricaturas danesas señalan que en diversos países europeos es un delito negar públicamente, como ha hecho el presidente de Irán, que el Holocausto haya existido alguna vez. Por tanto, dicen, la preocupación de Occidente por la libertad de expresión no es más que hipocresía interesada, y llevan razón. Pero, por supuesto, el remedio no es hacer que el compromiso de la legitimidad democrática sea todavía mayor de lo que ya es, sino trabajar por una nueva comprensión de la Convención Europea de Derechos Humanos, que revocaría la ley de la negación del Holocausto y otras leyes similares en toda Europa por lo que son: violaciones de la libertad de expresión que exige esa convención. Con frecuencia se dice que la religión es especial, porque las convicciones religiosas de la gente son tan esenciales para su personalidad que no se le debería pedir que tolere que se burlen de sus creencias, y porque podría sentir un deber religioso de contraatacar lo que considera un sacrilegio. Según parece, Gran Bretaña ha adoptado esa visión, ya que conserva el delito de la blasfemia, aunque sólo para los insultos a la cristiandad.

Pero no podemos hacer una excepción con el insulto religioso si queremos utilizar la ley para proteger el libre ejercicio de la religión de otras formas. Por ejemplo, si deseamos impedir que la policía investigue a personas con aspecto o vestimenta musulmanes para llevar a cabo redadas especiales, no podemos impedir también que la gente se oponga a esa política afirmando, en caricaturas o de otro modo, que el islam está a favor del terrorismo, por muy descaminada que nos parezca esa opinión. Sin duda, deberíamos criticar la opinión y el gusto de esa gente. Pero la religión debe acatar los principios de la democracia, y no al revés. No se puede permitir que ninguna religión legisle para todo el mundo lo que se puede o no se puede dibujar, del mismo modo en que no puede legislar lo que se puede o no se puede comer. Es inconcebible que las convicciones religiosas de nadie se impongan a la libertad que hace posible la democracia.

Ronald Dworkin ocupa la cátedra Frank Henry Sommer de Derecho y Filosofía en la New York University y la cátedra Jeremy Bentham de Derecho y Filosofía en el University College de Londres. © The New York Review of Books, 2006.

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