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Columna
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Reformista

Parece una buena idea calibrar la aportación histórica de los gobernantes por su capacidad para alentar reformas. Se trata de una bandera que nunca ha sido fácil enarbolar sin suscitar la resistencia feroz de los sectores más conservadores, se alineen estos con la ideología que quieran; de un proyecto cuyos logros están destinados sin duda a dejar huella en la sociedad. José Luis Rodríguez Zapatero es un dirigente con un perfil de ese tipo. Ayer lo reafirmó explícitamente, durante su intervención en la clausura de la conferencia celebrada por los socialistas valencianos. El presidente del Gobierno reivindicó su condición de político reformista y revalidó su apuesta por las reformas políticas, institucionales y sociales en las que se ha comprometido. Como le ocurrió en los años treinta al paradigma de los presidentes reformistas norteamericanos, Franklin Delano Roosevelt, Zapatero está experimentando la bizarra resistencia de sectores que, más allá de sus naturales adversarios políticos, han sacado las cosas de quicio incluso en el interior de su propio partido. Tal vez eso ocurre porque cierto fatalismo sobre el desgaste de las energías de cambio parecía más profundo, más arraigado en la opinión pública, de lo que la práctica está demostrando. Es curiosa la vocación reformista del presidente por muchos motivos. Porque parece enlazar más con el ímpetu regenerador del republicanismo que con el programa modernizador de la socialdemocracia. Porque su apelación a no dejarse avasallar tiene más de compromiso civil que de proyecto de gobierno. Al fin y al cabo, las reformas que impulsa Zapatero delatan, por decirlo así, una ambición moral, un talante menos tecnocrático que el de su predecesor Felipe González, por ejemplo. El quinto presidente de la moderna democracia española defendió ayer en Valencia su política de regularización de inmigrantes, su apuesta por la ampliación de derechos individuales, su empresa de reforma autonómica y de progreso en el modelo de Estado, con un mensaje claro: no hay que tener miedo a la gente ni a su pluralidad, no se debe desconfiar del sentido común de la ciudadanía ni de las virtudes del debate. Joan Ignasi Pla, a quien respaldó sin ambages, y los suyos harían bien en tomar nota para abrir el juego.

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