Rodrigo García: imprecación y delirio
El teatro de Rodrigo García nunca había logrado interesarme, nada, o muy poco, sus llamémosles performances (qué palabra más antigua), casi preferiría llamarlas batidoras, desde, pongamos, Haberos quedado en casa, capullos a Jardinería humana, mucho ruido, mucho cliché, mucho aburrimiento y algún destello de genio, no lo negaré, todo revuelto, troceado, escupido, pero tan lejano de aquella famosa receta de Ambrose Bierce para hacer pastel de cerdo, a saber: se ata el cerdo a un árbol, junto a un pastel, y se le da de estacazos al cerdo hasta que pastel y cerdo forman una masa homogénea. Imagino que en el fondo del fondo ésa era y es su intención, pero a mi entender muchos de aquellos estacazos golpeaban el aire o, todo lo más, el remolino del pelo de los espectadores modernos, lo que suele llamarse predicar a un convencido. Es lo que casi siempre pasa con los espectáculos enragés: quien ha de enrabietarse (o sea, el cerdo) no pisa el teatro, lógicamente, y los otros se ríen un poco y vuelven a casa (Ikea, I-Pod, etcétera) convencidos de ser los más listos de la tribu. No digo nada nuevo, por supuesto. Pero entre tanto, entre batidora y batidora, siempre había alguien que me decía "los textos, los textos, lo mejor de Rodrigo García son los textos". Bueno, pues al fin he llegado a los textos. Un poco tarde, porque no fui a Aviñón, ni a ninguna de esas salas francesas donde adoran a García, pero los encuentros que importan acaban llegando siempre o casi siempre, y esta vez por partida doble: Borges+Goya, un espectáculo de una hora, comprimido, perfecto, en el Espai Lliure. Salí dando saltos: al fin una sacudida, el placer de la imprecación en su punto justo, sin dilatarse en jeremiadas (Bernhardt), y también el placer del delirio serpenteando sobre el lomo de una forma contagiosamente narrativa. Con dos suculentos mascarones de proa: Céline y Bukowski. Más que dos influencias: dos devoraciones muy bien digeridas. El narrador de Borges es un adolescente celiniano, o un aspirante a. En escena, ese eco del joven García es el actor Juan Loriente, que parece un cruce entre la Estatua del Jardín Botánico y un hijo putativo del doctor Spock, es decir, un vulcaniano pintado de azul, quizás porque para el joven García "el respeto es azul", es decir, asfixiante, cianótico, cianúrico: veneno para el alma. Hay que decir, ante todo, que Borges encontró su diana perfecta, su pastel de cerdo. A García le encargaron un texto los de la Casa de América, un texto sobre Borges con motivo de su centenario, en 1999. Un texto en el que lame el caramelo borgiano ("mi admiración por su estilo") y escupe el palo ("mi rabia ante su silencio"). Concepto: "Borges me explicó la infamia, que en tantas obras había desaprobado". La infamia, naturalmente, fue su mirar hacia otro lado mientras Videla y sus gorilas masacraban Argentina. García evoca un encuentro fugaz, un roce, a los 17 años, en el Café Tortoni, con Borges y Octavio Paz, "los dos poetas insignia, los que nunca se mojaron por nadie". Me falta Sábato, por cierto, que acudió a tomar el té con Videla. "Todo un caballero, el general", dijeron a la salida. "Muy interesado por la literatura. Y las pastas, exquisitas". Hay un genial delirio imprecativo casi al final del monólogo, cuando ese adolescente empapado en Schopenhauer (y en la obra completa de Borges, dos tomos) sueña con dinamitar la tumba del viejo, en Ginebra, y los restos sobrevuelan el Atlántico y caen en un puesto de choripanes de la cancha del Boca, él que odiaba tanto el fútbol, y los pedacitos podridos se fríen en la parrilla y todos los devoran entre gol y gol, felices como perros. Ese monólogo está lleno de padres y madres, de ciegos dobles, de amor y odio en la misma moneda. En el segundo, Goya (título completo y casi glorioso: Prefiero que me quite el sueño Goya a que lo haga cualquier hijo de puta), García dibuja el retrato de "un perdedor maravillosamente loco, a tal punto que no creo que sea un perdedor: sólo pasa que no tiene dinero, y es del Atlético de Madrid". Bueno, sí tiene algo de dinero. Cinco mil euros, los ahorros de toda una vida, cincuenta años. Una vida sin premeditación, porque "la única forma de no tocar fondo es hacer algo, que es lo opuesto a planificar algo". Dos hijos, de once y seis años, que quieren ir a Disneyworld "para comprender la tristeza del hombre moderno". El tipo tiene otro plan: Macallan, farlopa, Prado. Una noche encerrados en el Prado: ventanas rotas, pinturas negras. Antes, una muy larga vuelta en taxi. A lo grande. Con filósofo incluido. Peter Sloterdijk, contratado durante hora y media. Porque es filósofo y está de moda. Presupuesto de la noche: "Drogas, 150 lucas. Taxi, 20 talegos como mínimo. 700 y pico para Sloterdijk", que acepta a cambio de croquetas, Jabugo y una botella de Ribera del Duero, en Casa Antonio. Avión del filósofo, 900 euros. Hotel (Palace), 500. Y birras y bocatas de tortilla para pasar en el Prado toda la noche. Noche de verano, bajando por Serrano con las ventanillas abiertas y el aire en la cara, y Sloterdijk largando en alemán, del que nadie entiende una palabra. Salvo el hijo pequeño, que lo graba todo y quiere hacer un libro y forrarse. Una gran fiesta, sí, con piedras para romper las ventanas, y la sangre haciendo bum bum bum. Lástima, lástima que el hijo mayor diga que todo eso es "intensificar el vacío". Y el hijo pequeño añada que "el vértigo no nos da ninguna clase de espesor, al contrario: tanta velocidad nos deja en los huesos". Y que quizás habría sido mejor charlar un ratito con Mickey Mouse en persona, "o sea, un chaval que curra 12 horas calcinado en un traje de peluche sin agujeros de respiración". Esa historia fabulosa está fabulosamente contada, revivida, respirada, escupida por Gonzalo Cunill: García no podía haber encontrado un monstruo mejor para encarnar a este hijo de Bukowski y de Torrente, y primo tercero de Hunter Thompson. Alguien debería atar a Rodrigo García a la pata de una mesa para que escribiera más cosas como éstas.
Sobre Rodrigo García y su Borges+ Goya, en el Espai Lliure de Barcelona
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