Nueva Orleans, olvidada cien días después
A los tres meses del Katrina, el 60% de los vecinos vive fuera y la luz aún no ha vuelto
Pocos días después del huracán Katrina, George W. Bush voló hasta la devastada ciudad de Nueva Orleans. Su equipo llevó consigo inmensos generadores que iluminaron teatralmente la catedral de San Luis y la plaza de Jackson. Desde ese escenario, el presidente de EE UU prometió hacer "lo que fuera necesario" para reconstruir Nueva Orleans. "No es posible imaginar EE UU sin Nueva Orleans", dijo Bush solemne. "Esta gran ciudad renacerá", subrayó. Poco después se apagaron las luces. Y el presidente se marchó. Desde entonces, inmensas partes de la ciudad siguen en la más absoluta oscuridad.
Es como una inmensa manta negra que lo cubre todo cuando cae la noche. Recuerda a un país tercermundista en el que la vida se acaba con la luz del día. Aunque la oscuridad no puede esconder la nueva realidad en la que vive Nueva Orleans poco más de tres meses después de que el Katrina, al que vinieron a sumarse unos diques mal construidos y la ineficacia de la Administración Bush, provocase el mayor desastre económico de la historia de EE UU. Más de 100.000 casas están inhabitables. Tres de cada cuatro residentes de la ciudad viven repartidos en cualquier rincón de los 50 Estados de la Unión. Por el día habitan la ciudad unas 160.000 personas, por la noche no se quedan en ella más de 50.000, la gran mayoría trabajadores de la reconstrucción.
Todavía se encuentran cadáveres. El martes pasado, los dos últimos, y 30 en noviembre
Cuando cae la noche es como si una inmensa manta negra cubriera toda la ciudad
En el pueblo de Baker hay un mar de caravanas con cientos de evacuados
Los congresistas dudan de que se gaste honestamente el dinero de la reconstrucción
La ineficacia y lentitud a la hora de identificar y entregar los cadáveres es otro motivo de ira
Más de cinco millones de toneladas de escombros y basura permanecen destripados en las calles. La compañía eléctrica se ha declarado en bancarrota. Muy pocas zonas tienen gas y agua. Sólo un colegio público ha abierto, en un sistema que contaba con 55.000 alumnos antes de la tragedia. Las elecciones municipales de febrero están suspendidas. La policía diezmada. Tan sólo existen dos hospitales abiertos, uno es de campaña. Junto al sistema judicial, el sistema de salud ha sido la otra gran víctima del Katrina. Los suicidios repuntan. Son más de 6.600 los desaparecidos, casi un millar de ellos niños. Todavía siguen encontrándose cadáveres, 30 el pasado mes; los dos últimos el pasado martes. Más de 1.300 personas perdieron la vida, aunque cerca de la mitad de los cuerpos que todavía permanecen en cámaras frigoríficas en la morgue están sin identificar. Es un panorama de guerra en el país más poderoso y rico del mundo.
Rica no era. Sus posesiones eran pocas. Pero ahora todo su mundo cabe en una bolsa de basura de plástico azul. Oceannetta Williams se derrumbó por completo, y por primera vez, hace unos días, cuando las autoridades abrieron el Bajo Barrio Nueve y permitieron a sus habitantes acceder a la zona para comprobar el estado de sus hogares. No existía casi nada que rescatar. Alguna foto que debía ser recogida porque sería insultar a los muertos dejar al que fue su marido tirado entre el sofá pestilente y los platos rotos. Un reloj de mesilla con aspecto de llevar siglos parado. Ropa hecha harapos... Y sus peores temores confirmados: será muy difícil reconstruir la casa. Misión imposible, apuntan en voz baja sus dos hijos. Todas las paredes están comidas por el moho. El suelo se deshace en algunos sitios cuando se pisa. El agua llegó hasta el desván y se lo tragó todo.
Williams vivió en esas cuatro paredes cada uno de sus 69 años de vida. Pero asegura que su familia llevaba más de 83 en ella. Tiene poco más de tres horas para "ver y marcharse". Ésa es la consigna dada por las autoridades de FEMA (Agencia Federal de Gestión de Emergencias). A las cuatro de la tarde nadie puede permanecer en la zona. Entre otras razones, porque cuando a las cinco empieza a hacerse de noche, la oscuridad será total. En una noche sin luna como la de ese día, nadie verá su propia mano. Al llegar el atardecer es cuando el territorio es veda abierta para los saqueadores. Aunque ya sea sólo basura e inmundicia lo que puedan robar. A partir de las seis de la tarde -y hasta las seis de la mañana- existe toque de queda sobre todo en el este de Nueva Orleans. El Bajo Barrio Nueve es zona de guerra patrullada por las pocas tropas del Ejército más poderoso del planeta que quedan sobre el terreno.
Han pasado algo más de tres meses desde que el 29 de agosto el huracán Katrina cambiase el rostro de Nueva Orleans. Y en tres meses de olvido se genera mucha rabia, frustración e impotencia. El día en que se abre el Bajo Barrio Nueve, el FEMA tiene que sacar a sus hombres del lugar porque hay quien asegura estar dispuesto a acabar con sus vidas de un tiro.
"Lárguese de mi propiedad o le mataré", vocifera un hombre en la cincuentena a uno de los funcionarios. Su arma -está inservible- fue lo primero que buscó cuando entró en los despojos de lo que fue su hogar.
FEMA es hoy poco más que cuatro letras para las víctimas del Katrina. A la lenta, miedosa e ineficaz respuesta dada en un principio -y que le costó el puesto a su director Michael Brown- se ha sumado su actual carácter fantasma lleno de burocracia. "Nadie da respuestas cuando se llama", asegura Eloise Spring. "Y siempre te falta un papel cuando por fin consigues una cita". "¿Qué papeles quieren?", se pregunta esta mujer de 57 años. "Todos mis papeles están pudriéndose ahí dentro", se responde Spring con amargura mientras señala una casa que ahora apesta a humedad y putrefacción.
Junto a Spring protesta Ralph Hedgemord, un hombre de 75 años que sólo ha salido de Nueva Orleans dos veces en su vida. La primera, para servir a su país en Vietnam. La otra, cuando fue evacuado a Houston tras ser rescatado al borde de la muerte de una casa anegada por las aguas. Ambos sobreviven con la ayuda de los demás.
"Antes era yo quien donaba dinero a Cruz Roja", explica Spring. "Tras el Katrina he comido muchos días gracias a ellos", admite casi avergonzada. "Al principio todo fueron atenciones, hoy ya nadie se acuerda de nosotros, somos ciudadanos de tercera en un país de primera", se lamenta Hedgemord. El diario The Times-Picayune sentenciaba en un editorial el pasado 13 de noviembre: "Ya olvidados". La propia gobernadora, la demócrata Kathleen Babineaux Blanco, declaraba la semana pasada a la CNN: "Nos sentimos al borde del olvido por nuestro propio país".
"Existe una verdadera preocupación por el hecho de que hemos perdido el interés de la nación", manifiesta Bobby Jindal, congresista republicano del Estado de Luisiana. En opinión de Jindal, hay un verdadero cuello de botella y se encuentra en Washington, donde tanto "el presidente como el Congreso están más preocupados por Irak, el caso Plame y el Tribunal Supremo" que por lo que pase en el sur de Luisiana.
Los líderes del Congreso han manifestado en público y en privado que los representantes políticos de Luisiana piden demasiado cuando son capaces de ofrecer muy poco: ni siquiera que el dinero que se otorgue a la reconstrucción sea gastado eficiente y honestamente. Se dice que existen tres grandes momentos de corrupción asociados a tres ciudades de Estados Unidos. Dos ya son historia: Nueva York y Chicago. El tercer nombre es Nueva Orleans.
Tras el Katrina, Washington ha aprobado un total de 62.300 millones de dólares para la reconstrucción de la Costa del Golfo, también azotada por los huracanes Rita y Wilma, una triple constelación maldita. Si a esta cifra se le añaden los 8.600 millones en exenciones fiscales y programas concretos para la región, el total se acerca casi a los 71.000 millones de dólares, número muy superior, por ejemplo, a los casi 44.000 millones dedicados a emergencia tras los ataques terroristas del 11 de septiembre, pero muy alejado de la cifra propuesta por los representantes del Estado de Luisiana: 250.000 millones.
"Son unos ladrones", ponía la revista Time la semana pasada en boca del ayudante de un congresista en Washington familiar con el presupuesto para la reconstrucción de la zona. De "Ley de los saqueadores" tildaban la propuesta varios editorialistas del país. Pero con 71.000 negocios cerrados por la violencia del Katrina y con el Gobierno local incapacitado para recaudar impuestos, Michael Olivier, secretario para Desarrollo Económico de Luisiana, se defiende al asegurar: "Nos enfrentamos a la mayor insolvencia en las pequeñas empresas desde la Depresión, sumada a una insolvencia gubernamental".
El demócrata Ray Nagin, alcalde de una ciudad antes inundada de jazz y blues, urgió el pasado fin de semana a los miles de desplazados en Atlanta (Georgia) a que volvieran a sus hogares para que Nueva Orleans comenzase a "recuperar la normalidad". Desde el público surgió la voz rota de una mujer que lloraba de indignación y que preguntaba entre hipos al político: "¿Volver adónde? ¿Volver adónde? No tenemos nada", repetía la mujer, una de las miles de personas que se hacinaron en el Superdome a principios de septiembre.
La mujer de la voz rota no es la única que no tiene adónde volver. Al norte de Baton Rouge (120 kilómetros al norte de Nueva Orleans), la capital del Estado de Luisiana, existe un pequeño pueblo que ha visto duplicarse su población. Se trata de Baker y su mar de caravanas blancas habitadas por cientos de evacuados del huracán Katrina.
Los Depreo y los Larche vivieron juntos y murieron juntos. Encontraron sus cadáveres en la casa de los segundos. Murieron ahogados, o de pánico, o de sed. "No se sabe", relata la que fue su vecina Dorothy Travick sentada en el pequeño espacio de su tráiler en Baker. De hecho, en el certificado de defunción que las autoridades entregaron a sus hijas aparece como causa de fallecimiento la "descomposición". "Las hijas están indignadas, nadie se muere de descomposición", explica Travick.
La lentitud y la ineficacia a la hora de hacer las autopsias e identificar y entregar los cadáveres es otro motivo de ira para los afectados por el Katrina. Hasta la semana pasada más de 260 cadáveres seguían sin identificar en la improvisada morgue de San Gabriel (a las afueras de Baton Rouge) a la espera de que se otorgase la concesión a un laboratorio para que practicase a los cuerpos las pruebas de ADN necesarias.
Los robles centenarios tumbados por el aire muestran impúdicos sus gigantescas raíces a la entrada de Nueva Orleans. El paisaje de guerra se hace todavía más surrealista en contrate con un Barrio Francés y un Garden District casi intactos. Las luces de neón, el whisky y los locales de striptease del Barrio Francés conviven a pocos metros de casas en cuyo interior ancianas con guantes de lana se enfrentan a un invierno sin luz ni calefacción. Si conectan el frigorífico al generador tienen que desenchufar la televisión. Si conectan el hornillo para calentar la comida, tienen que desconectar la televisión... Angela Walters y Lucila Dodge, cuya edad sumada supera los 170 años, resistieron el huracán en sus casas y ahora sufren sus consecuencias sin querer abandonar la ciudad. Sobreviven con dos dólares diarios.
Sobre San Roch, en el Barrio Ocho, planea la oscuridad total al acercarse la noche. Además de los guantes de lana, Walters se ha calado un gorro hasta las cejas. A las seis de la tarde se meterá en la cama a esperar el amanecer, que permitirá que no tropiece con nada; la luz de las velas es insuficiente para sus viejos ojos. Al amanecer, cuando los aviones despegan del aeropuerto Internacional Louis Amstrong de Nueva Orleans la visión que desde el aire se contempla es desconcertante. A más de mil pies de altura, regresa la imagen de la guerra y sus campos de refugiados. Miles de techos de las casas de Nueva Orleans son ahora azules tras haber sido cubiertos con plásticos impermeables de ese color para salvar los desperfectos. Pero esas familias son las afortunadas. Tienen luz y un techo, aunque sea azul y recuerde al Tercer Mundo.
Una labor de cinco años
El futuro de Nueva Orleans está en un limbo burocrático y político. Hay opiniones para todos los gustos. Reconstruir o derribar. Sin una dirección clara, las más de 300.000 personas que siguen fuera de la ciudad sienten una profunda indecisión en cuanto se les habla del retorno. "Hay que verlo", decía impresionado la semana pasada el senador por el norteño Estado de Rhode Island tras una visita a la zona.
Hay que olerlo, ponerse una mascarilla blanca, un par de guantes de plástico y adentrarse en un mundo en el que nada es salvable. Hablar entonces de reconstrucción parece casi un milagro en casas que se deshacen como cartón mojado. A la devastación total ha venido a sumarse en los últimos días el crudo debate sobre la reconstrucción de los diques reventados que provocaron la tragedia y que levanta ampollas. Las personas que habitaban las zonas afectadas no están dispuestas a regresar si el Cuerpo de Ingenieros no les garantiza que los diques resistirán "no uno, sino 100 Katrinas", aseguraba el ingeniero Walter Isaacson.
Por ahora se planea la reconstrucción de diques capaces de aguantar huracanes de una fuerza de categoría 3, pero los ciudadanos reclaman muros que puedan soportar categorías 5 -todo ello a pesar de que Katrina finalmente se quedó en categoría 3 y que lo que provocó el horror fue el mal diseño de los diques-. No menos de cinco años es el tiempo mínimo que una autoridad de Luisiana se atreve a aventurar para la reconstrucción de la ciudad. "Nada menos que eso", garantiza con pesimismo sin querer que su nombre se haga público.
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