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Reportaje:

Una guardería al límite

Ocho monjas cuidan sin apenas recursos a casi 200 niños pobres de Tetuán

"Un elefante se columpiaba sobre la tela de una araña. Como veía que no se caía fue a avisar a otro elefante. Dos elefantes (...) Tres elefantes (...) Cuatro elefantes...", cantan Fatima, Seima y otros 23 niños marroquíes, de cuatro y cinco años, mientras simulan al unísono con sus brazos y manos los movimientos de una trompa, un balanceo, o una caída con los que enriquecen su interpretación de esta tradicional canción infantil. Con sus voces, rebosantes de dulzura, intentan agradar a unos andaluces que visitan por primera vez la guardería que acoge uno de los viejos pabellones del antiguo hospital español de Tetuán. Al acabar, todos aplauden y ríen en una demostración entrañable de entusiasmo, ajenos a la pobreza extrema que padecen sus familias. "Aquí están cuidaditos, comiditos y limpitos", afirma orgullosa la hermana Carmen, una de las ocho monjas de la orden de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul -con sede en la provincia de Granada- que dirigen sin apenas recursos desde 1970 esta guardería y una residencia de ancianos.

En otra de las clases, otros 25 chicos, de tres años, pintan en trozos de papel con lápices de colores desgastados. En el aula contigua, las niñas juegan con muñecas viejas, y en otra sala los niños intentan montar puzles de plástico incompletos. "Son felices con lo que les damos porque no tienen nada", detalla Carmen, mientras Halí -vive en una chabola con sus padres- se abalanza sobre ella y no deja de besarle la mano. "Es la manera más corriente que tienen de agradecernos lo que hacemos por ellos", explica con la voz entrecortada por la emoción.

Imen, Mohamed y Umeina piden permiso para ir baño, donde se alinean decenas de diminutos retretes. Huele a limpio y se respira orden y humanidad. La que propician con su labor la hermana superiora Carmen Aurelia, Carmen y otras seis monjas. Entre todas, atienden diariamente a un centenar de criaturas, de entre tres y seis años, a los que acogen a las nueve de la cada mañana y entregan a sus padres o familiares a las cuatro de la tarde. Nada más llegar, toman un gran vaso de leche con cacao. Luego, las clases donde las monjas y cuatro profesoras marroquíes les enseñan a leer y a escribir. A los mayores, las primeras nociones de Matemáticas, Geometría y un poco de español. "Es una programación docente que hice en España hace muchos años", detalla Carmen sin perder nunca la sonrisa.

Llega el tiempo de la comida. "Sencilla pero buena, con su primer y segundo plato y el postre. Cuando les damos yogur nos lanzan piropos. Nos dicen que somos muy buenas", narra sin ocultar su malestar porque este postre se haya convertido casi en un privilegio. "Es que, aunque la fábrica de yogures nos regala muchos, no tenemos para todos los días", se justifica Carmen casi pidiendo perdón. Como las instalaciones son pequeñas, mientras unos comen, otros duermen en camitas una pequeña siesta. Vuelta a clase y antes de marcharse, otro tazón de leche con una rebanada untada de mantequilla o crema de chocolate. "Para la mayoría son las únicas comidas que hacen al día", dice.

"En manos de la providencia o el 'flush"

Con 300 euros de un reciente donativo, las monjas han comprado cien pares de zapatitos para los críos. "Es que no tienen de ná", afirma Carmen sin poder ocultar su acento andaluz. Antes les compraron la chamarreta de un chándal: "Para que no pasen frío porque llegaban arrecíos sin apenas ropa. La lástima es que no nos llegó para los pantaloncitos". Con la penuria que padecen, lo que no deja de sorprender diariamente a la hermana Carmen es "lo resignados y agradecidos" que son los padres y niños marroquíes: "Están todo el tiempo diciendo jandulila, que significa gracias a Dios, con cada cosa que les des, por insignificante que pueda parecer".

Estas ocho hijas de la Caridad -orden que llegó a Tetuán en 1921 en pleno protectorado español- también urgen ayuda para mantener su trabajo. Resulta sobrecogedor comprobar cómo en la despensa sólo había hace una semana algunos kilos de cebolla, bolsas de arroz y un poco de cacao. "Esperemos que la providencia nos llene la despensa", suplicaba la hermana Carmen. Los baberos están hechos con retales de tela. Algunos bancos son trozos de madera que han manipulado las propias monjas. Las sábanas de las camitas están gastadas.

Las carencias las suplen con cariño y un espíritu desbordante de optimismo. "Y mucho rezo por si llega el flush", apostilla la hermana superiora Carmen Aurelia. "Flush es dinero", aclara en voz baja Carmen. Pese a sus limitaciones, la solidaridad de las monjas no tiene límites: dan de comer además diariamente a 90 niños, de 7 a 10 años, que ya están en la escuela pública marroquí. Y también a Nejua y Atlan, dos adolescentes de un instituto que no tienen nada que llevarse a la boca. "Los hemos criado y no podemos dejarles ahora solos", afirma Carmen.

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