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Columna
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Inocencia dudosa

Si ETA sólo hubiera sido un grupúsculo de agentes del terror, tipo GRAPO o Brigadas Rojas, jamás se hubiera planteado la discusión sobre la conveniencia o no de adoptar medidas políticas para acabar con ella, por crecidos que hubieran sido sus efectivos humanos y numerosos los horrores cometidos. Aun en ese caso, ETA hubiera presentado toda una panoplia de objetivos políticos para fundamentar su actividad, panoplia que apenas hubiera incrementado su valor político. Era su apoyo social, y así se reconoció siempre, el que cifraba su resonancia política, y cuando se trataba de cuantificar ese apoyo no había otra referencia en la que fijarse que la que aportaba la actual Batasuna. Los ecos de esa resonancia aún podían ampliarse, y si la política vasca ha sido, y sigue siendo, un nudo de resolución problemática, se debe precisamente a los avatares interpretativos sobre esa red de influencias y apoyos del terror. El que haya costado tanto considerar a ETA un fenómeno, sobre todo, criminal, es consecuencia de esa validación política que le han otorgado sus apoyos, tanto los directos como los más difusos. El empeño actual por limitarla a su núcleo duro de activistas tiene también, por lo tanto, su contenido político -su reducción a un fenómeno de terrorismo puro y duro-, pero quedan por determinar la extensión real de ese núcleo duro y el alcance de algunas responsabilidades criminales.

Todos los procesados en el sumario 18/98 niegan su pertenencia a ETA o su vinculación con ella, mientras exhiben unas camisetas con el lema "por los derechos civiles y políticos". Mediante un proceso de inversión, habitual en el universo nacionalista -victimización del victimario, reclamación del poder desde el poder, denuncia de la exclusión mientras se excluye, reivindicación de la diferencia cuando se practica una política uniformizadora, etc.-, intentan convertir ese juicio en aquello en que acusan a otros de convertirlo: un juicio político. Si ellos nada han tenido que ver con ETA, se trataría de hacer ver que se los juzga por motivos ajenos a toda intención criminal y que lo que se está juzgando es un determinado ideario, incluso a un pueblo, en ningún caso a ciudadanos particulares. De esta actitud de distanciamiento se puede desprender que, a diferencia de lo que ocurría en los primeros setenta, un juicio a ETA ya no es un juicio político, sino un juicio contra delitos meramente criminales. Pero se puede desprender también que mediante ese desapego lo que se pretende es cuestionar la democracia española y otorgar carta de naturaleza al célebre conflicto -lo que se juzgaría sería una forma determinada de ser vasco-, estratagema que acabaría por ofrecer a la postre algún tipo de justificación a la violencia terrorista. Lo que en el juicio se quiere disociar -terror y política-, se desune estratégicamente para una síntesis futura, la resultante de un proceso de paz que les ofrezca a todos ellos un lugar bajo el sol.

El nacionalismo vasco, todo él, pide de continuo gestos de distensión al Gobierno español para favorecer un hipotético desarme de ETA. Una ideología como la nacionalista vasca, que apenas ha evolucionado un ápice en el último siglo, no cesa de fijar épocas para los demás y de determinar lo que es del pasado y lo que es del presente, siempre en función de sus propias conveniencias y a falta de ofrecer todavía una muestra de lealtad a quien se pliega a sus pretensiones. El sumario 18/98 respondería a esas políticas del pasado y no a un proceso de investigación de implicaciones criminales que el actual juicio confirmaría o rechazaría. Respondería, en palabras de la portavoz del Gobierno vasco, a una estrategia de guerra, "a una estrategia de gobernar contra Euskadi", que sería la propia del anterior Gobierno del PP. Ni una sola palabra sobre lo que en realidad se juzga, la extensión de los agentes del terror, y sí, una vez más, un exceso retórico que ofrece argumentos a aquello de lo que pretende distanciarse mediante un arrope de inocencia: al terror mismo.

Me gustaría que los encausados en ese sumario fueran inocentes. Desearía contrastar que lo que hemos padecido durante todos estos años se debía a un enquistado grupo, más o menos numeroso, de militantes armados entregados a un delirio insano. Desde el mundo no nacionalista resulta interesadamente fácil convencerse de que la pesadilla haya consistido en eso, tan fácil como frivolizar sobre la inocuidad de ese terror con palabras como las de la portavoz del Gobierno vasco. Desde el mundo no nacionalista las cosas se ven de otra forma, no digamos ya desde la perspectiva de quienes en grado diverso han sido víctimas del terror de ETA. Desde el asedio y la soledad la dimensión del monstruo adquiere otras proporciones. Es lo que ahora se juzga.

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