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Columna
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El barro y la costilla

En el lejano año 1925 se celebró en el estado americano de Tenessee un famoso litigio conocido como el juicio del mono. En aquel proceso se acusaba a un eminente profesor universitario de violar una ley por la que se prohibía el ejercicio de la actividad docente a cualquier profesor que negase la Creación Divina tal y como se relata en la Biblia y sostuviese la tesis de que el hombre desciende de un orden inferior de animales.

Sin necesidad de irnos tan lejos, yo misma recuerdo a mediados de los años setenta, la violenta irrupción en el aula de mi instituto, del padre de una alumna que, ante la estupefacción de todos, se echó encima del profesor de biología a grandes trancos, agarrándolo por la solapa y preguntándole intimidatoriamente si había sido él quien le había dicho a su hija que el hombre descendía del mono.

La Teoría de la Evolución expuesta por Darwin fue uno de los asuntos que más ampollas levantó entre los fundamentalistas cristianos desde los tiempos en que el sabio Galileo fue acusado de herejía. Durante siglos, numerosos científicos fueron excomulgados y condenados por la Inquisición, pero finalmente la ciencia acabó abriendo una brecha en la noche medieval.

Sin embargo, aunque los avances científicos acabaron por convertir el episodio bíblico de la creación del Universo en seis días y la versión de Adán y Eva, en un maravilloso relato fantástico, cada cierto tiempo surgen voces episcopales que vuelven al barro y la costilla. Las tesis creacionistas han llegado hasta nuestros días disfrazadas de las más variopintas envolturas como la llamada Biblia del Diseño Inteligente, según la cual la vida en la Tierra es demasiado compleja para ser explicada por las mutaciones genéticas y por lo tanto habría que admitir por fuerza la existencia de un diseñador general. Esta teoría defendida por George Bush parece haber calado muy hondo en el país de los Piligrin Fathers. Prueba de ello es que según las estadísticas que manejan las autoridades educativas, más de la mitad de los estadounidenses no sabe o no cree que el hombre haya evolucionado. Claro que por otra parte fijándose en el presidente que les gobierna, se entiende el resultado de la encuesta.

La semana pasada en la ciudad de Dover, un profesor llevó a un alumno ante el consejo escolar del instituto acusándolo de estudiar la funesta teoría de la evolución. La familia del muchacho ha tenido que acudir a los tribunales para defender el derecho de su hijo a una formación laica, alegando la cláusula constitucional que establece la separación entre la Iglesia y el Estado, pilar fundamental de la Constitución americana. El litigio ha trascendido hasta tal punto que la comunidad científica en pleno ha decidido personarse como acusación particular.

A algunos les parecerá una reación desmesurada, pero hay épocas en las que la libertad de pensamiento se halla tan amenazada que hasta los principios científicos más elementales han de ser defendidos ante la corte de un Tribunal Supremo de Justicia.

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En el umbral de este perplejo y anhelante siglo XXI, con la Iglesia cabalgando de nuevo y los obispos manifestándose por las calles, el juicio del mono vuelve a darnos la verdadera medida de los peligros que nos acechan.

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