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27 de septiembre: 30 años después

Mañana se cumple el trigésimo aniversario de las últimas ejecuciones del franquismo. En efecto, en la madrugada del 27 de septiembre de 1975 fueron fusilados los militantes del FRAP Alberto Baena, Ramón García Sanz y José Luis Sánchez Bravo, y los de ETA Ángel Otaegui y Juan Paredes Manot, tras el preceptivo "enterado" del Consejo de Ministros a las sentencias de los tribunales militares que los habían condenado. En las semanas anteriores habían sido dictadas un total de 11 penas de muerte, en un clima de recrudecimiento de la represión que tuvo su máxima expresión normativa en el decreto ley "de medidas contra el terrorismo" aprobado por el Gobierno el 27 de agosto anterior.

A lo largo de 1975 la violencia terrorista se había incrementado sensiblemente; aunque, contra lo indicado por su título, el decreto ley citado no se ocupaba exclusivamente de las actividades violentas, sino del conjunto de las manifestaciones de oposición a la dictadura, al equiparar las organizaciones ilegales con las terroristas. De hecho, en agosto de 1975 se estableció un "estado de excepción" permanente que pretendía responder no sólo a la muy minoritaria violencia terrorista, sino especialmente a la incontenible conflictividad sociopolítica antifranquista que, aunque no había alcanzado la capacidad de precipitar el final del régimen, lo estaba socavando de tal modo que todas las previsiones continuistas efectuadas estaban ya muy seriamente amenazadas.

Si cinco años antes la conmutación de la pena capital de los condenados en el proceso de Burgos había constituido un acto de clemencia todavía desde la fortaleza del franquismo, las cinco ejecuciones del 27 de septiembre fueron una demostración de su creciente debilidad. Las reacciones interiores e internacionales mostraron hasta qué punto la dictadura estaba aislada y a la defensiva aunque conservara todo el aparato coercitivo creado, así como la decisión de utilizarlo. Especial significación cobró la llamada a consultas de los embajadores de Francia, la República Federal Alemana, el Reino Unido, Italia, Bélgica, Portugal, Irlanda, Holanda, Luxemburgo, Dinamarca, Austria, Suiza, Noruega y Suecia, aunque el de Estados Unidos permaneció en Madrid. El día 1 de octubre, conmemoración del trigésimo sexto aniversario de la "exaltación" de Franco a la jefatura del Estado, se celebró en la madrileña plaza de Oriente una crispada y al mismo tiempo patética concentración de adictos, que quiso escenificar, con los rituales fascistas incluidos, la adhesión popular al régimen. Ante los allí concentrados, Franco proclamó: "Todo lo que en España y en Europa se ha armado obedece a una conspiración masónico-izquierdista en la clase política, en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les envilece".

Recordar la situación española de aquel otoño de 1975 es necesario cuando en las próximas semanas van a iniciarse una serie de actividades -unas académicas, otras políticas- conmemorativas del inicio de la transición a la democracia. Y es necesario porque en las explicaciones predominantes durante mucho tiempo de la transición de la dictadura franquista a la democracia, que previsiblemente van a reaparecer, se ha prestado deliberadamente poca atención al escenario final de la dictadura, centrándola casi toda en la actuación, a partir de diciembre de 1975, del Monarca y de los franquistas reformistas, olvidando o minimizando que en el momento de la muerte del Caudillo la dictadura estaba inmersa en una profunda crisis, provocada en muy buena medida por la conflictividad sociopolítica impulsada desde el antifranquismo más activo, por la continuada pérdida de apoyos sociales e institucionales, y por las profundas divergencias internas, que se habían agudizado en los años anteriores.

Pero también debe recordarse el escenario político del otoño de 1975 ante la proliferación en los últimos tiempos de explicaciones supuestamente críticas de la transición, que ignoran la situación y los condicionantes reales del proceso, o ante actitudes que, mucho peor aún, implican una banalización de la dictadura franquista. Porque es banalizar el franquismo considerar que la consagración de la Monarquía como forma de gobierno en la Constitución de 1978, la no transformación de las estructuras socioeconómicas, o la no consecución de determinados objetivos partidistas significaron la continuidad del franquismo bajo otras formas. No; por muchas imperfecciones e insuficiencias atribuibles a la democracia configurada durante la transición, nada tiene que ver con una dictadura cuyos orígenes fascistas conservó hasta el final. Aquellos que en la actualidad se manifiestan con lemas como "aquí no hay democracia", no sólo demuestran desconocer lo que es una dictadura, sino que además ellos mismos, manifestándose libremente, constituyen el más contundente desmentido de tal afirmación. También han proliferado en los últimos tiempos explicaciones que atribuyen el cambio político en España a planes perfectamente diseñados desde centros de poder internacional, mostrando el continuado atractivo de las versiones conspirativas de la historia, por fantasiosas que sean, y hasta dónde puede ignorarse la incertidumbre y la complejidad del proceso de transición.

Pero no sólo el franquismo es banalizado desde supuestas actitudes radicales; el concepto de transición ha sido y es utilizado con notable frivolidad, mediante la fórmula "segunda transición", tal como hizo el PP a mediados de la década de 1990 para propugnar una nueva etapa política frente a los gobiernos del PSOE, o en la actualidad, cuando determinadas fuerzas políticas han puesto de nuevo en circulación dicha formulación con relación a las posibles reformas estatutarias y constitucionales, que, por profundas que puedan llegar a ser, poco tendrán que ver con la magnitud del cambio que significó el paso de una dictadura a una democracia.

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Pere Ysàs es historiador del Centro de Estudios sobre las Épocas Franquista y Democrática (CEFID) de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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