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TERROR EN LONDRES | La investigación

El enemigo está en casa

Los londinenses nunca pensaron que el atentado que tanto temían lo cometieran cuatro suicidas de su propio país

Guapa y segura de sí misma, era la viva estampa de una mujer contemporánea, de una joven-mujer-musulmana-moderna. Cursó estudios de secundaria con notas brillantes, pero no quiso seguirlos. Prefirió ponerse a trabajar cuanto antes para ganar dinero. Enseguida encontró empleo como cajera en un banco en Islington, un barrio bohemio del norte de Londres. Algo lejos de la casa familiar de Plaistow, al este, pero un buen trabajo para empezar. Le encantaba acercarse al West End con las amigas y gastarse un dinerillo en ropa y complementos de moda: los bolsos de Gucci y Burberry eran su debilidad. Tenía carácter y no se achantaba en las discusiones. Se sentía a gusto con el modo de vida occidental, pero eso no le impedía ir los viernes a la mezquita o vestir las ropas tradicionales cuando la ocasión lo requería. Sus padres, jóvenes aún (44 él; 40, ella) llegaron de Bangladesh siendo unos niños. Shahara Islam tenía 20 años cuando cogió el autobús de la línea 30, camino de una cita con el dentista.

Ahí estaban los cuatro, en King's Cross, como si fueran alegres excursionistas
Son hijos del proyecto multicultural del que tan orgullosos se sienten los británicos
Lo que más perturba a los ingleses es el perfil de los asesinos: gente absolutamente corriente
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Él era más alto de lo normal y las fotografías dejan ver un fondo de inseguridad y melancolía en sus ojos. Mal estudiante, parecía destinado a pasar por el mundo de puntillas. Tierno y grandullón, era el ojito derecho de su madre. Su adolescencia tuvo altibajos, como las de tantos otros en Holbeck, un suburbio al sur de Leeds en el que se hablan 20 lenguas distintas, como en tantas otras ciudades del norte de Inglaterra. Su padre pensó que le vendría bien un poco de mano dura y le envió a Pakistán, su tierra natal. Dicen que cuando volvió no era el mismo, que vino hecho un devoto. Demasiado devoto. Hasib Hussain tenía 18 años cuando estalló la bomba que llevaba en su mochila. Se llevó con él a la muerte a Shahara Islam y a otras 11 personas que viajaban en aquel autobús de la línea 30, el 7 de julio de 2005 a las 9.47 de la mañana, en Tavistock Square.

A esas alturas, Londres vivía conmocionado por una serie de explosiones. Sin autobuses, sin metro y sin que se supiera bien lo que ocurría, el centro se convirtió en un caos, pero la gente intentó seguir haciendo su vida normal, como cuando caían las U-2 nazis. Además de la bomba del autobús, habían estallado otros tres artefactos en el metro, que provocaron al menos 55 muertos y 700 heridos de diversa consideración, de los que casi medio centenar están aún en el hospital y ocho siguen batallando por su vida en las salas de cuidados intensivos.

El atentado de Londres no ha sido el más sangriento del mundo y ni siquiera de Europa. Pero la gran diferencia entre Londres, por un lado, y Nueva York o Madrid, por el otro, es que los ingleses esperaban el atentado. Sabían que tarde o temprano iba a ocurrir. Lo que no esperaban es que los asesinos fueran muchachos nacidos en el Reino Unido y que parecían llevar una vida relativamente feliz. No son extranjeros, como los autores del 11-S, o inmigrantes maltratados por la vida y el sistema: son los hijos del proyecto multicultural del que tan orgullosos se sienten los británicos, chavales musulmanes que vestían camiseta y vaqueros, que jugaban al críquet y practicaban las artes marciales, que parecían haber aceptado las reglas del juego sin mayores problemas. Que podían haber sido amigos nuestros. Podría ser el joven perfectamente educado y bien vestido que se sienta delante de nosotros en el metro. Lo que no esperaban los británicos es que los asesinos suicidas fueran gente corriente.

La pesadilla de Londres empezó poco después de las nueve de la mañana del jueves 7 de julio (siempre una hora más tarde en la España peninsular), cuando se anunció que una sobrecarga de la red había producido una explosión en la estación de metro de Liverpool Street. A las 9.30 se empezó a decir que las explosiones podrían haber afectado a varias estaciones y que podría tratarse de una serie de atentados. Toda la red de metro estaba suspendida desde las 9.15. Poco después la policía confirmó un "incidente" en la estación de Edgware Road, al noroeste de la ciudad, y a las 9.50 habló de "serios incidentes" en Edgware Road, en el tramo Liverpool Street-Aldgate (al Este de Londres) y en el tramo King's Cross-Russel Square (en el norte, no lejos del centro).

A esas horas se sabía que Londres estaba siendo objeto de una serie de ataques, aunque lo que no se sabía todavía es que las tres bombas en el metro habían estallado casi a la vez, a las 8.50 de la mañana. La siguiente bomba estallaría en el autobús de Tavistosck Square casi una hora después.

El primer ministro, Tony Blair, que estaba en Gleneagles (Escocia) reunido con los jefes de Estado y de Gobierno de los países más poderosos de la Tierra, acusó enseguida de los atentados al terrorismo islamista. En las primeras horas de confusión, el Gobierno hablaba de dos muertos y cerca de 200 heridos y confirmó que se trataba de un ataque coordinado. Más de seis horas después de las explosiones, Scotland Yard habló de 33 muertos, 21 de ellos en el atentado contra la línea Piccadilly, en el túnel que va de King's Cross a Russell Square. Al día siguiente el balance era de 48 muertos. Ahora suman 55: 27 en el túnel de la línea Piccadilly, 13 en el autobús, ocho en Edgware Road y siete en Aldgate.

Las tareas de rescate eran especialmente penosas en el túnel de King's Cross, donde las temperaturas de más de 60 grados, las partículas contaminantes suspendidas en el aire y las ratas dificultaban el trabajo. Durante días seguirían yaciendo ahí los restos de al menos 21 personas, decían. Al final fueron 26, al menos.

Tras la conmoción inicial, enseguida llega la hora de las tragedias, de los dramas personales, de las coincidencias trágicas. Y de los golpes de fortuna también. Las familias de los desaparecidos se paseaban por los hospitales y por los escenarios de la catástrofe con fotografías de parientes y amigos que no habían dado señales de vida y que podrían estar en aquel metro o en ese autobús. Yvonne Nast buscaba desesperadamente a su novio, Jamie Gordon, que a las 9.42 llamó a su oficina en la City para decir que acababa de coger un autobús en Euston. Nunca hacía ese recorrido, pero la noche antes había estado en una fiesta y se quedó a dormir en casa de un amigo.

Había historias de todas las razas y geografías. Los murales de fotos de desaparecidos formaban un mosaico del Londres multicolor y mestizo. La lentitud del rescate y de la identificación de las víctimas chocó en España. Los londinenses, empeñados en que los atentados no cambiaran ni su vida cotidiana ni su talante flemático, se armaron de paciencia. Sólo a los cinco días de la catástrofe empezaron a alzarse voces de impaciencia.

Los primeros datos de los investigadores descartaban un ataque suicida. Pero esa tesis se iría pronto al traste porque la investigación estaba a punto de dar un gran salto adelante. La familia del joven Hasib Hussain, alarmada por su ausencia, había comunicado su desaparición a la policía el mismo día de las explosiones, poco después de las 10 de la noche. Hasib se había ido a Londres con unos amigos y no había vuelto. Su móvil no funcionaba. Temían que fuera de una de las víctimas. Fue una pista fundamental: documentos de identidad de Hussain fueron hallados entre los restos del autobús número 30. Aún más importante: su rostro coincidía con la de uno de los cuatro sospechosos localizados el lunes por la noche al examinar una de las grabaciones de las cámaras de seguridad. Ahí estaban los cuatro, en King's Cross, como si fueran alegres excursionistas. Dos de los otros tres podían ser los amigos que la familia de Hasib decía que iban con él, y cuyos documentos aparecieron en las estaciones de Aldgate y Edgware Road.

La policía lanzó una serie de redadas en la periferia de Leeds a las 6.30 de la mañana del martes 12 de julio. Por la noche dio a entender que los atentados habían sido cometidos por suicidas y que tenía identificados a tres de los cuatro autores: Hasib Hussain (18 años, autobús de Tavistock Square), Shehzad Tanweer (22 años, metro de Aldgate) y Mohamed Sidique Khan (30 años, metro de Edgware Road). Todos ellos británicos de nacimiento y origen paquistaní, amigos desde tiempo atrás y residentes en la zona de Leeds. El cuarteto lo completó Lindsay Germain, 19 años, jamaicano de origen, casado con una inglesa blanca convertida al islam y padre de una niña de algo más de un año.

Lo que más perturba a los ingleses es el perfil de los asesinos. Son gente absolutamente corriente y aparentemente feliz, aunque a medida que se va rascando en sus vidas esa felicidad se va difuminando. A primera vista, Shehzad Tanweer era un joven muy atractivo, con un cuerpo atlético esculpido a golpe de críquet y artes marciales. Sus padres, originarios de Pakistán, se instalaron primero en Bradford, donde nació él, y se trasladaron luego a Leeds. Han tenido suerte en los negocios y no es dinero lo que falta en casa. Pero Shehzad no parece satisfecho con su vida, se ve envuelto en algunas broncas. Quizás, tenga problemas de arraigo, ese fenómeno de no sentirse ni de aquí ni de allá.

Shehzad se fue por un tiempo a Pakistán a estudiar el Corán, pero volvió antes de lo esperado. Decía que los paquistaníes no entienden a los ingleses. Él siguió vistiendo tejanos, pero iba muy a menudo a la mezquita. Algo había cambiado en él. Quizás, había sido captado por un grupo fundamentalista y siguió el consejo de disimular esa filia y mantener una estampa de joven religioso, pero moderado, sin interés por la política.

El caso de Mohamed Sidique Khan es aún más desconcertante. Mohamed tenía 30 años: no era un joven desorientado en la vida. Callado pero eficiente, trabajaba como maestro en una escuela de niños criados en ambientes difíciles. Aún no se sabe exactamente qué pasó. Cómo evolucionó la personalidad de estos tres amigos. Quién pudo captarles para la causa islamista y lavarles el cerebro hasta el punto de inducirles a cometer un acto inconcebible para quienes les conocían.

"Me dan pena", es lo primero que dijo de ellos un superviviente de la matanza. Aún no sabía que estaba hablando de un puñado de gente corriente, cuatro jóvenes musulmanes que han puesto a su comunidad bajo sospecha. Romper esa barrera va a ser aún más difícil que evitar el próximo atentado.

Asistentes a un acto en recuerdo de las víctimas de Londres, ayer en Dewsbury, norte de Inglaterra.
Asistentes a un acto en recuerdo de las víctimas de Londres, ayer en Dewsbury, norte de Inglaterra.REUTERS

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