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Crónica:TOUR 2005
Crónica
Texto informativo con interpretación

Bólido Boonen

Segundo triunfo consecutivo del gigante belga en un 'sprint' en el que McEwen fue descalificado por maniobra antideportiva

Carlos Arribas

Zabriskie, el líder, piensa en su colección de leones de peluche; Armstrong, en ir tachando días del calendario -ya sólo le quedan 18 de ciclista con dorsal-, e irlos tachando sano e ileso; los cazadores, como Valverde o como Flecha, que han dejado el grueso libro de ruta en tres, cuatro páginas desencuadernadas después de haber arrancado las inútiles, en no dejarse engañar por los vientos, por los sonidos del pelotón; Mancebo, Heras, Mayo, los escaladorcitos mareados por el llano, por el viento, las rotondas y la velocidad, en que pasen los días, en que la cabra de la contrarreloj por equipos no les haga daño, en sus platos pequeños, en sus piñones grandes. Ullrich, Basso, los otros favoritos, pierden el sueño por la noche, se duermen intentando dar con un punto débil de Armstrong, con una duda, una rendija. Son los días llanos del Tour. Los días del sprint. La fiesta de Boonen.

Fue un día total. Todos los 'sprinters' del mundo tuvieron metros para mostrar sus habilidades
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El Tour, hasta que llegue la montaña, son los pequeños detalles. Los nombres. Grammont, por ejemplo.

Grammont es uno de los nombres más ciclistas que existen, aunque para nada ligado con el Tour de Francia. Grammont es uno de los múltiples nombres del muro más famoso del Tour de Flandes, una curva al 20% de adoquines camino de una capilla, que en abril es santuario del ciclismo. Allí Tom Boonen (y Flecha, dientes apretados, un poco) se exhibió hace tres meses. Grammont es también el nombre de la avenida más larga y más recta de Tours, más de dos kilómetros que en octubre acogen el final de la París-Tours, la clásica más rápida y más llana, la que casi siempre termina con el sprint más espectacular del año. Allí, Tom Boonen, el chico de moda, aún no se ha ilustrado, aunque ayer enseñó una pequeña muestra de lo que es capaz de hacer ganando la etapa del Tour que terminaba, sprint masivo, en la avenida Grammont, más de dos kilómetros de recta, de Tours.

Entre el bocage -campos y bosquecillos prematuramente secos este 2005- de Vendée el pelotón marchó rápido hacia la cita con la avenida de Grammont. Corrió tras tres liebres, tres piezas mínimas del Tour, alegres y combativas, Portal, Dekker, Bertogliati, parte del decorado, la necesaria fuga que lleva tranquilidad al pelotón, que hace bajar el pulso a los nerviosos. Corrió hacia el Loira acelerado, hacia los châteaux, hacia el Grammont, y cuando llegó a las afueras de Tours, se paró un segundo, cogió fuerza, se aceleró aún más y desplegó un espectáculo a la altura, por lo menos, del escenario que lo acogía. Allí llegaron los escaladores, los Heras, los Mancebo, tapados por sus escudos humanos, por Luis León, por Txente, y enseguida se pusieron en segundo plano, hicieron hueco a los bólidos, que kilómetros antes habían tensado sus músculos, a la manera del cabezón Kirsipuu, autor de unos estiramientos espectaculares, qué músculos los de sus glúteos, con el pie sobre el sillín a 50 por hora. Allí, Flecha, cazador, quiso seguir jugando a sprinter, allí todo comenzó con el último aliento de Erik Dekker, perfecto lanzador de la traca final.

Erik Dekker, holandés del Rabobank, el equipo de los ausentes Freire y Horrillo, del amenazante Menchov, es un veterano del Tour, rodador de codos a escuadra y mirada impávida, un hombre nostálgico, un ganador que fue capaz de infiltrarse en una fuga condenada -él, que elige como nadie el momento del golpe- para pagarse un pequeño placer: entrar solo y por delante de todos en la avenida de Grammont, el lugar en el que hace unos meses vivió uno de los momentos más emotivos de su vida, cuando fue capaz de ganar la París-Tours, de regresar a lo más alto después de haberse roto cadera y fémur un año antes. Dekker, elegante y potente, entró en cabeza en la última recta, con el tiempo justo, unos segundos antes de que el pelotón, con precisión germánica, con puntualidad inglesa, lo absorbiera. Fue el turno de Cancellara, el tremendo suizo que ganó el prólogo el año pasado. Lució su cuerpo, sus músculos brillantes bajo el sudor, su maillot blanco de mejor joven, lanzó como nadie a la jauría.

Fue el día total. Todos los sprinters del mundo -salvo el invencible Petacchi, ausente del Tour- tuvieron unos metros para mostrar sus habilidades, sus cuerpos de acero, sus músculos que hacen daño sólo con tocarlos. Kirsipuu se marcó un solo a destiempo, Hushovd, enorme corpachón, intentó rebasarlo, también McEwen, el mínimo australiano que corre como un perro, que surge por cualquier hueco, al que sólo le falta morder. Giró, requebró, empujó, cabeceó, gritó, todo a 70 por hora, fue descalificado. Su compatriota O'Grady tuvo el pulso y el equilibrio de aguantarlo y no caerse. Todo era veloz, impetuoso. Y, sin embargo, todos parecieron congelarse, pasar a cámara lenta, cuando en los últimos metros, con el tempo justo, a la velocidad desbordante de un bólido, surgió entre todos una masa verde, hermosa, armoniosa, potentísima. Así ganó Tom Boonen, el Cipollini de estos tiempos, su segunda etapa del Tour 2005.

Boonen, al cruzar la meta, momento en el que se observa la maniobra antideportiva de McEwen, que empuja con la cabeza a O'Grady.
Boonen, al cruzar la meta, momento en el que se observa la maniobra antideportiva de McEwen, que empuja con la cabeza a O'Grady.REUTERS

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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