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A pie de obra | TEATRO
Columna
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La ciudad en la que no reina un niño

Marcos Ordóñez

Hamelín es la gran obra que todos estábamos esperando de Juan Mayorga. Un texto complejo, valiente, brechtiano en el más profundo sentido de la palabra: todos tienen sus razones y sinrazones soberbiamente moduladas; no hay respuestas cómodas para llevarse a casa sino un buen puñado de preguntas, girando como ratas en una rueda. Hamelín, es, también, un gran salto adelante en la trayectoria del grupo Animalario, que se ha atrevido a dejar de lado el registro de la sátira, con el riesgo cierto de perder a buena parte de su público. No ha sido así: la noche en que fui a ver la función, ya en proa a una larga gira, el teatro de la Abadía estaba abarrotado, con gente pugnando por conseguir una entrada. Yo diría que Hamelín parte, en primer término, de Raval, la investigación periodística de Arcadi Espada sobre el caso Tamarit. Con el mismo coraje y la misma voluntad de no aceptar clichés, ideas recibidas ni "versiones oficiales" acerca de la presunta (y luego inexistente) red de pederastia del barrio chino barcelonés, y, felizmente, sin una gota del ego asfixiante de su autor. Hay más modelos o referencias, desde luego. Tres películas: De nens, la perla negra de Joaquim Jordá; Capturing the Friedmans, otro formidable apólogo sobre la imposibilidad de juzgar (o, peor, de condenar) y, en cuanto a la estructura narrativa y la disposición espacial, Dogville, de Von Trier. "Una obra sin escenografía, sin vestuario, sin iluminación. Todo eso lo pone el espectador", nos dice Andrés Lima, director del montaje, omnipresente en escena como narrador/conductor. Un ciudadano que quiere ver y quiere hacernos ver; muy en la línea del indagador de L'amante anglaise, de la Duras. Algunas de sus acotaciones son un tanto innecesarias ("silencio", "pausa"); otras podrían ser discutibles ("en teatro, el tiempo sólo lo puede crear el espectador"), pero lo innovador, lo poderoso, es su manera de seleccionar verdades sucesivas y contrapuestas, de desplazar el foco y la cámara para reiluminar falsas certezas. El agujero negro de la historia es un tal Pablito Ribas (Guillermo Toledo), un desclasado, un chico de clase bien en un barrio mal, casi un cura laico con un chalet al que acuden demasiados niños. Un juez, Montero (Javier Gutiérrez), investiga el testimonio de uno de esos críos, el pequeño Jose Mari, al que encarna Alberto San Juan. El narrador (y ahí hablan Lima y Mayorga) justifica la opción del actor adulto: "Los niños, en teatro, son un problema. No saben actuar o actúan demasiado bien. Distraen". No creo en ese razonamiento. Si fuera cierto no existirían ni La calumnia ni El criptograma ni tantas otras. Creo que Hamelín ganaría mucho con un niño actor; sería más dolorosa, más inasumible: quizá sea ése el verdadero problema. Eso no quita para que Alberto San Juan esté espléndido y convincente, como todos sus compañeros, que interpretan una multitud de personajes. No aparecen los periodistas, pero sí su manipulación ("desarticulada red de pederastia") y su condena anticipada. El juez Montero está convencido de que Ribas es culpable, pero no hay pruebas físicas, sólo la palabra del niño. Y "a un niño asustado", dice Ribas, "basta con repetirle cien veces la misma pregunta para que diga lo que todos quieren oír". El juez, los periodistas, las "fuerzas del bien y la información" quieren un monstruo, y Ribas es un chivo expiatorio perfecto: "Un burgués que se gana la confianza de una familia humilde para meterse en la cama de un niño". Hay tres escenas magistrales en esta función. La primera es el último trecho del interrogatorio de Ribas, en el que nos parece estar oyendo al mismísimo Tamarit: un pederasta siniestro y un loco de amor ("jamás entenderá lo que hubo entre ese niño y yo"), un ángel y un canalla indiscernibles. La segunda corre a cargo de la inmensa Blanca Portillo, otro ángel turbio: Raquel, la psicóloga que, en nombre del bien ("hay que proteger a los niños") separa a una familia y empuja al pequeño a un laberinto penal. Habla con el lenguaje de la razón aparente, con términos casi científicos ("evaluar la credibilidad del relato") pero no nos engaña: es una Porcia contemporánea pisoteando al monstruo Shylock. A través de su voz empezamos a comprender la metáfora del título: no hay un único flautista de Hamelín ni una única melodía perniciosa. Lo dijo Espada en su libro, lo plasmó Jordá en cine, y, mucho antes, Raymond Radiguet en El baile del conde de Urgel: "Las maquinaciones de un alma pura son, a menudo, mucho más temibles que las peores combinaciones del vicio". El juez tiene una esposa (Helena Castañeda) y un hijo problemático, violento, al que apenas vemos. El juez no comprende la causa de los actos de su hijo y vaga por la ciudad, de noche, intentando atrapar verdades, cercar el origen del mal, del dolor. Hay una visita al suburbio, la casa sin luz, el agujero donde sufre la madre (Castañeda bis) de Jose Mari como un cuerpo amputado, y una última conversación en un bar entre el padre desesperado (Roberto Álamo) y el juez; el padre que sabía todo (el dinero, los regalos de Ribas) y miraba hacia otro lado, para sobrevivir: esa escena, increíblemente escrita, interpretada y dirigida (puntuada, toque maestro, por las risas de una vieja loca ante el televisor, al fondo) es la cumbre de Hamelín, un montaje al que le sobran algunos momentos colectivos peligrosamente cercanos a una clase de "expresión corporal" del teatro independiente de los setenta, y un final entre el juez y el niño que, pienso, debería ser más neutro, menos cercano a la lectura sucia, tendenciosa. Son menudencias. Hamelín es una de las obras del año, uno de los montajes del año. Todavía más: marca, a mi entender, un punto y aparte en nuestro teatro y abre una nueva vía, el modelo, tantas veces solicitado desde estas páginas, del "teatro civil" británico: llevar a la escena, sin maniqueísmos, sin abaratamientos farsescos, sin quedarse en el mero reportaje didáctico, los conflictos sociales y humanos de nuestro tiempo con verdad y hondura dramática.

A propósito de Hamelín, de Juan Mayorga, en montaje del grupo Animalario en Madrid

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