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Tribuna
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Preguntas difíciles

Siempre la gente del Este, la que vivió bajo la experiencia real, cotidiana, de las dictaduras comunistas, comprendió algunas de las cosas nuestras mejor que la gente de este lado. En la ribera izquierda del Sena, en los cafés de Madrid y de Barcelona, las cosas parecían a menudo demasiado simples: el mundo se dividía en buenos y malos ciudadanos, tal como lo dividía en su época Maximiliano Robespierre y José Stalin en la suya. Los buenos eran los allendistas, las víctimas del régimen militar, los del exilio, y los otros; los del otro lado, los residentes en Chile, los triunfadores de la guerra civil no declarada, eran los malos. No había dónde perderse. Los juicios eran seguros, tajantes, y parecía que los comisarios, los inquisidores, los policías del pensamiento correcto, se multiplicaban. Todavía hoy se escucha de vez en cuando, con más frecuencia de la que sería deseable, alguna de esas voces, pero ya están reducidas, aminoradas, desprestigiadas. Perdieron, y felizmente para siempre, algo que podríamos llamar hegemonía intelectual. El aire está un poco menos contaminado, el contenido en partículas de plomo es más bajo, la respiración es mucho más libre.

Como digo, la gente del Este, a todos los niveles, entendía las cosas mejor, de una manera más lúcida y más informada. Los disidentes, desde luego, en forma declarada, pero también, con mayor disimulo, con altas dosis de hipocresía, con maestría en el uso de los lenguajes dobles, la gente oficial. Yo me encontraba a cada rato con diplomáticos de Hungría, de Yugoeslavia, de Polonia, y la conversación con ellos, la más escabrosa y descarnada, la más reveladora, siempre era posible. No sólo había un lenguaje común: había un conjunto de subentendidos, de silencios, de entendimientos tácitos también comunes. Los más discretos, desde luego, eran los soviéticos, los que venían de los grandes glaciares ideológicos, pero a veces uno cambiaba un par de miradas y comprendía que el otro, el que estaba al frente, a pesar de todo, sabía, es decir, también comprendía. En años más recientes, un diplomático ruso se me acercó en los pasillos de la Unesco. Me preguntó si yo, con mi nombre y apellido, era el escritor, el mismo que había escrito el libro aquel sobre Cuba. El funcionario hablaba en un correcto español. Cuando le respondí de modo afirmativo, me contó que un grupo de colegas suyos hispanohablantes del Ministerio de Asuntos Exteriores, en tiempos todavía soviéticos, se reunía para leer y comentar ese libro insidioso. Desde luego que no se escandalizaban como algunos de mis conocidos occidentales. Ni mucho menos.

Ahora, en un breve viaje para dar una conferencia en el Instituto Cervantes de la ciudad de Varsovia, estos temas se han vuelto a plantear con su antigua fuerza, con su nunca extinguida virulencia. ¿Qué se piensa de Pablo Neruda, cuyo celebrado centenario del año pasado también tuvo ecos en Varsovia; del general Pinochet, cuyos procesos se siguen con apasionada atención; de Salvador Allende y de las acusaciones de racismo y hasta de neofascismo que le hace ahora Víctor Farías, en la Polonia del poscomunismo? Si contara con un intento honesto de precisión, de veracidad, todo lo que alcancé a escuchar o por lo menos a vislumbrar en un par de conversaciones de Varsovia, en los salones de la Embajada española, en las callejuelas, en la plaza del mercado, en un café de la ciudad vieja, frente a la fachada reconstruida y de color rojizo del palacio real, habría muchos oídos bienpensantes desconcertados o escandalizados. En el periodo de preguntas, al final de mi charla en el Instituto, Adam Michnik, ensayista, periodista, hombre político, personaje importante de la transición en su país, me hizo una pregunta difícil. De vez en cuando me hacen preguntas difíciles, y me las hacen en todas partes, aquí, para citar un dicho chileno, y en la quebrada del ají, pero reconozco que ésta fue una de las mejores. Si yo fui un crítico decidido del castrismo y de los sectores castristas del Gobierno de la Unidad Popular chilena, como quedó claramente demostrado en mi libro sobre Cuba, ¿por qué, llegado el momento, preguntó Michnik, no fui nunca pinochetista? ¿Cómo se podía explicar esa posición en apariencia tan contradictoria? ¿Cómo se podía sostener y desarrollar esa crítica y no celebrar, al mismo tiempo, el golpe de Estado de septiembre de 1973?

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Estoy consciente de que la pregunta, además de difícil, es aguda, de fondo, digna de ser contestada del modo más serio posible. Contestarla bien es abrir caminos, es iluminar situaciones que parecen, sobre todo en América Latina, irremediablemente oscuras. Le dije entonces a Adam Michnik que la alternativa entre castrismo y pinochetismo no era la única que se podía ofrecer para Chile y, si es por eso, para el conjunto latinoamericano. Creer que la única salida para nuestros problemas se encontraba y todavía se encuentra en uno de aquellos dos extremos es una conocida trampa ideológica, un subterfugio político que todavía se usa demasiado en nuestra región, como se observa a cada rato en Cuba, en Venezuela, en otros lados. Le dije que Chile, en concreto, desde mucho antes de la presidencia de Salvador Allende y del golpe de Estado de Augusto Pinochet, había sido una democracia bastante estable, llena de problemas propios del subdesarrollo, de la pobreza, pero con un nivel muy aceptable de libertades públicas, con una clase media en crecimiento, con márgenes relativos, pero concretos, de seguridad social, con cifras positivas en la educación secundaria y universitaria. Era posible, entonces, concebir como alternativa real para el futuro de Chile, y de cualquier otro país de América Latina que supiera desterrar la demagogia y elegir un camino parecido, la instauración de una democracia moderna, con una base económica más sólida, con mejores niveles de distribución del ingreso. A fines de 1973 podía parecer una utopía, pero ahora, en estos primeros años del siglo XXI, aunque la utopía no se haya realizado, vislumbramos que está mucho más cerca y que es mucho menos irreal que hace tres décadas. Pues bien, para acercarse a estos objetivos había que oponerse a fondo, desde el primer momento, a la dictadura de derecha: no había que colaborar, había que preparar una transición lo más rápida posible, en días en que la colaboración era sinónimo, precisamente, de una transición postergada, de la dictadura eternizada.

Sostuve enseguida en mi respuesta que la izquierda chilena en su aspecto militar, en su capacidad de oponerse por la fuerza al Ejército, había sido desmantelada en cuestión de horas en esa jornada de septiembre de 1973, y que la feroz represión que vino poco después no se justificaba en absoluto. No hubo ni el menor amago de guerra civil, yno hubo, por lo tanto, la más mínima necesidad de actuar como si el país estuviera en estado de guerra, suposición que fue el gran pretexto de la política represiva. En otras palabras, la dictadura pudo preparar una salida más rápida, más civilizada, del conflicto, y habría contado para eso con un enorme apoyo internacional. Pero prefirieron actuar a lo bestia, con métodos propios de la barbarie, y las consecuencias, no sólo para los actores y sus víctimas, sino para todo el país, se dejan sentir hasta ahora. La transición ha avanzado mucho, esto no se puede negar, pero la sociedad, a causa quizá de las profundas heridas de aquellos años, sigue dividida hasta hoy, no reconciliada, en buena medida enferma. Tenía sentido, entonces, hacer la crítica del castrismo y, a la vez, no comulgar con las ruedas de carreta del pinochetismo. No me arrepiento, por lo menos, en mi historia personal, de haberme movido dentro de esas orientaciones, con esos rumbos.

Lo que pasa, me confesó después Adam Michnik en el café de una esquina de la plaza Real, es que la derecha polaca está convencida de que Pinochet fue un héroe, de que salvó a Chile del comunismo, y nosotros, como ustedes en una época, también tenemos que insistir en que hay otras alternativas, en que la dictadura, la pérdida de las libertades, cualquiera que sea su pretexto ideológico, no es la solución verdadera de nada.

En el contexto anterior, las ideas de salud pública del joven Salvador Allende, explicadas en el último libro de Víctor Farías y marcadas por las tendencias de eugenesia del final de la década de los treinta, tema que también había salido a flote en la discusión del Instituto Cervantes de Varsovia, tenían una importancia menor. Revelaban algo, una ingenuidad, una debilidad del examen crítico, pero más bien explicaban poco. El problema de fondo del allendismo fue de otra naturaleza: consistió en no poder y ni siquiera querer impedir la polarización profunda de la vida chilena, bajo la influencia, quizá, de una visión romántica de la guerra revolucionaria cubana. Allende, en su condición de político experimentado y de persona que había actuado durante largas décadas en el interior del sistema parlamentario, sabía que eso no tenía destino en Chile, y, sin embargo, permitió, no se sabe si por falta de lucidez, por falta de control político o por ambas cosas, que la coyuntura real terminara por cerrarse en esa forma. Fue una debilidad suicida y costó años de retraso. Pero el país, en definitiva, no aceptó la alternativa de hierro, poderosa en apariencia, pero falsa y tramposa en el fondo, de las dictaduras de uno u otro signo. Y la posibilidad real de América Latina va por ahí, por una elección de esa especie, aun cuando algunos gobiernos de Europa demuestren a veces una curiosa dificultad para entenderlo, una facilidad extraña para dejarse encandilar por exotismos populistas o por anacronismos estalinistas.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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