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Columna
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Prejuicios

A veces nos sorprendemos por haber sacado un placer de donde menos lo esperábamos, de algo que no valoramos y que, sin embargo, ha podido sacar de nosotros una emoción intensa. Me ocurrió con la ópera Madama Butterfly que se ha representado hace poco en el Teatro Central dirigida por Carlo Rizzi, con Xiuwei Sun como Madama Butterfly y con Giancarlo del Monaco como director de escena. No pensaba ir porque detestaba el libreto como el peor de todos los libretos de óperas de Puccini, con su historia elemental y plañidera en una ambientación de exotismo oriental; pero la llamada de una buena musicóloga me convenció con sus argumentos de que no regalara mi entrada y la utilizara. Desde luego influyó que fuera musicóloga, pero también lo hubiera conseguido si hubiera sido historiadora o matemática, pues admiro mucho a los expertos desde que oí decir a un filósofo que la experiencia nos había demostrado que sólo se domina bien el estrecho espacio de una especialidad cualquiera cuando también se ha abierto el interés a espacios más anchos.

El caso es que así fue como pude admirarme con esta Madama Butterfly. Seguro que las otras dos a las que he asistido no fueron tan buenas y por eso le cogí tanta manía; pero esta vez, la voz y la actuación de Xiuwei Sun llegó a sacarme las lágrimas; tres o cuatro lágrimas mientras miraba a izquierda y a derecha para comprobar que nadie me miraba pero sin atreverme a secármelas para no llamar la atención. Y claro, se me corrió el rimel. Me sorprendí intentando disimular las huellas en plenos aplausos, hasta que comprendí que la vergüenza era de haber llorado no sólo por aquella prodigiosa voz sino también por la pena que me había transmitido su estupenda actuación de la estúpida historia. A Pinkerton, a quien hasta ese día lo había visto como un americano vulgar, lo percibí como un pedófilo; y cuando al final Butterfly tira al suelo la bandera que ondeaba junto a su casa sentí rabia de un gesto tan extremadamente delicado para con aquellos terribles colonizadores.

En defensa de mi sensiblería diré que también influyó la orquesta y el hecho de que la escenografía fuera muy simple, porque la última que vi, hace tiempo, tenía un jardín interminable como para las mil y una noches de cursilería y no logré quitármelo de encima en mucho tiempo.

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