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Estado de la Nación y Estado Federal

Juan Luis Cebrián

El primer ministro portugués, José Sócrates, declaró recientemente a la prensa que sus prioridades en política exterior se resumían en tres puntos: España, España, España. Alguien comentó entonces que tenía que ser precisamente un visitante extranjero quien viniera a hablar de España a los españoles, enfrascados como estamos en una discusión interminable sobre Cataluña, el País Vasco, Andalucía o Galicia. A partir de esta mañana, el Congreso de los Diputados va a someter a escrutinio formal el balance del primer año de Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, y todo indica que, en gran medida, este debate sobre el estado de la Nación puede convertirse, en realidad, en un debate sobre el estado de las autonomías, o de algunas ellas, y que las discusiones, a veces bizantinas, en torno a la naturaleza metafísica de las patrias o acerca de la identidad de los pueblos darán pie a no poca verbosidad parlamentaria.

La victoria socialista en las elecciones del año pasado significó algo más que una simple alternativa de gobierno, presa éste, por otra parte, de la fragilidad que le confiere su minoría parlamentaria. Se enmarca en un auténtico relevo generacional que, de manera quizás intuitiva pero muy consistente, trata de superar, a un tiempo, la política del consenso de los años ochenta y los impulsos autoritarios a los que sucumbió el PP durante el periodo que su antiguo líder bautizó como la Segunda Transición. En la inicial etapa, los partidos y las fuerzas sociales trabajaron por la reconciliación de las dos Españas, enfrentadas tras un golpe militar que provocó una guerra civil y 40 años de dictadura. Después, la derecha en el poder aspiró a recuperar lo que consideraba, y considera, valores esenciales del ser español, y que van desde un concepto unitario de la patria casi inamovible, a la vertebración católica de la misma. La Transición española contó con la complicidad activa de los países europeos, inmersos en un proceso de unión del continente. La ensoñación aznariana se vio reforzada, en cambio, por el ascenso del fundamentalismo evangelista en los Estados Unidos, y acabó de manera estrepitosa, entre otras cosas, por su impericia a la hora de gestionar la crisis desatada tras los ataques terroristas de fundamentalistas de otro signo. Son muchas las lecciones que pueden extraerse de estos hechos, pero hay una muy obvia que no deberían olvidar los líderes de opinión, y es que el tiempo pasa para todos. Este país se parece hoy muy poco al que Suárez heredara del franquismo o al que se encontró Felipe González, y en gran medida es así por las transformaciones que ellos mismos provocaron. A una realidad nueva conviene también una nueva política. Semejante intuición parece anidar en la gestión del actual Gobierno. Pero, además de la intuición misma, un acertado ejercicio del poder requiere el establecimiento de estrategias claras, capaces de convivir con las políticas a corto plazo sin por eso perder de vista el concepto de lo que se quiere hacer.

Rodríguez Zapatero acostumbra a decir que él es un demócrata. Resulta una declaración superflua, pero él la pronuncia con el convencimiento de quien no ha tenido necesidad de convivir con otras formas de gobierno ni contornear los peligros y amenazas que, tiempo atrás, representaban los famosos poderes fácticos. El simple cumplimiento de su programa electoral es la explicación directa de sus más arriesgadas decisiones. Frente al liderazgo mesiánico de quienes están dispuestos a hacer lo que creen conveniente para el país, aunque los ciudadanos no lo estimen así, él enarbola su compromiso con las demandas de quienes le votaron, y trata de cumplir lo que les prometió. Hasta el momento, dicha actitud ha rendido sus frutos, pero también ha despistado a algunos centros tradicionales de poder, que aspiran a ser reconocidos y se sienten ninguneados o poco escuchados. Naturalmente que en el desarrollo de esa dialéctica tan elemental como justa (hago esto o lo otro porque me eligieron para ello) a veces el Gobierno se comporta con maquiavélico angelismo, olvidando que las fuerzas en presencia, parlamentarias o no, conservan una capacidad considerable a la hora de organizar la resistencia frente al cambio. De modo que entre los excesos de este Gabinete está el haberse abierto muchos frentes de batalla a la vez. Es preocupante la escasa habilidad desplegada en la búsqueda de un acuerdo con la Iglesia Católica o la Casa Blanca, y la política audiovisual ha logrado la irritación de casi todo el mundo que tiene que ver con ella, a comenzar por los espectadores, que no ven disminuir las toneladas de basura y de inmundicia mediática con que los empleados del señor Berlusconi inundan a diario las pantallas. Pero se ha impulsado el ejercicio de los derechos civiles, la economía marcha viento en popa, entre otras cosas gracias a los inmigrantes, y, frente al cacareado equilibrio fiscal de los populares, este Gobierno cerrará el año con superávit y creciendo por encima del 3%, aunque sea incapaz de comunicarlo con la brillante eficacia con que Rodrigo Rato anunciaba sus éxitos. De modo que poco o nada tiene que temer cara al futuro próximo, sobre todo si la oposición sigue enrocada en su indigestión de la derrota electoral y su balbuceo autoritario. Nada, salvo una cosa: que el enredo de las autonomías sea tan grande que acabe enfrentando a los socialistas entre sí y desorientando a su electorado. Eso lo han visto muy bien Rajoy y sus columnistas de alcoba, empeñados en castigar el hígado de Zapatero a base de puñetazos dialécticos con los que dicen querer evitar la disolución de España a manos del tripartito catalán.

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La gran asignatura pendiente de Rodríguez Zapatero, cuyo simple aprobado puede elevarle a las alturas de estadista, superando su actual consideración de político eficaz, es la reordenación de lo que se llama la cuestión territorial y que se refiere, más bien, a la reforma de la estructura del Estado. La ciencia política ha gastado toneladas de tinta a la hora de hacernos comprender la distinción entre la libertad de los ciudadanos, considerada como un derecho individual, y la libertad de las naciones, que es un bien colectivo, perteneciente a determinados grupos deseosos de verse reconocidos en su identidad. El derecho al sufragio y los valores clásicos de la democracia tienen que ver con la libertad de los individuos, pero la libertad de las naciones deposita sus prioridades en cuestiones como la autodeterminación o la existencia de símbolos propios que les identifiquen. En la habilidad para combinar ambas instancias ha residido, durante siglos, la pujanza de las democracias occidentales, capaces de representar a un tiempo la voluntad colectiva de los pueblos y la defensa de los derechos de sus ciudadanos.Los movimientos nacionalistas que pugnan por el reconocimiento de su particular identidad en el seno de la comunidad estatal aseguran que sus pueblos se ven discriminados o perjudicados por otros más poderosos, por lo que la proclamada igualdad de los ciudadanos ante la ley no sería tal. De otra parte, la creciente debilidad del Estado-nación, desbordado por la globalización, ha conducido a ampliar los espacios políticos, un fenómeno cuyo ejemplo más obvio es el de la Unión Europea. En ésta conviven Estados grandes y pequeños, pobres y ricos, con diferencias a veces inmensas entre ellos. Los ciudadanos de todos esos países gozan, en principio, de las mismas libertades individuales. Su democracia es de igual calidad. Pero sus identidades, y sus necesidades, son distintas. La única forma de solventar la aparente contradicción entre la libertad a que son acreedores en tanto que ciudadanos y el reconocimiento del derecho al autogobierno que reclaman como pueblos reside en el experimento más exitoso de cuantos la práctica política ha llevado a cabo a lo largo de la historia: el método federal.

Esto, que antes o después ha de valer para Europa, debería servir también para nuestro país. La aversión al federalismo por parte de la derecha española tiene que ver con las raíces de la concepción de la unidad de la patria en torno a la Corona y al catolicismo, y también con un cierto sentimiento jacobino de nuestros liberales e izquierdistas. Dado que el modelo federal era repudiado por las Fuerzas Armadas y propiciaba evocaciones del republicanismo, los redactores de la Constitución del 78 evitaron esa fórmula y se adentraron en la mucho más confusa del Estado de las autonomías. Éste trataba de solventar las reivindicaciones de las regiones históricas sin establecer agravios comparativos con otras partes de España ni levantar suspicacias castrenses frente al separatismo. El resultado, un cuarto de siglo después, es más que apreciable. La descentralización administrativa ha generado un progreso considerable en las zonas deprimidas del país, ha potenciado ciudades y comarcas y ha hecho disminuir los desequilibrios de renta entre unas regiones y otras. Pero, paradójicamente, no ha servido para resolver los dos principales focos de tensión relacionados con el tema: Cataluña y País Vasco. Al mismo tiempo, sin embargo, y debido a las características de la ley electoral, ha otorgado a las minorías nacionalistas un protagonismo en la vida política española que no se corresponde con el peso de su representación popular.

Hace ya más de veinte años que le oí al profesor Dahrendorf, durante un encuentro en la Fundación March, que un modelo autonómico que no define claramente las competencias respectivas del Gobierno y Parlamento centrales y las de las autonomías está condenado a un permanente proceso de negociación, por lo que conlleva una considerable inestabilidad política. Algo así venimos padeciendo hace más de dos décadas, aunque la situación es cambiante en función del peso electoral del partido del Gobierno y de las ayudas ocasionales que le puedan prestar las formaciones nacionalistas. Rodríguez Zapatero ha anunciado una reforma constitucional y una revisión generalizada de los estatutos autonómicos que permitan progresar y profundizar en el concepto de la España plural. Ése es un enunciado literario, pero no jurídico ni político. El problema que hoy tenemos sobre la mesa no es el de la definición de España, ni tampoco el de cuestionarnos sobre el ser de Cataluña o el País Vasco, sino el modelo de Estado que permita a los 44 millones de ciudadanos que viven en él (de los que casi un 10% son inmigrantes) disfrutar de sus derechos y ejercer sus responsabilidades.

Una definición clara de las atribuciones y funcionamiento del poder central y los autonómicos, sea en el terreno de la justicia, en el impositivo o en cualquier otro aspecto de la organización de la vida colectiva, es hoy requisito indispensable para continuar adelante con el proyecto de convivencia democrática de los españoles y, también, con la integración europea en el marco de la globalización. El Gobierno debe recuperar la iniciativa en este tema. No basta con responder con mayor o menor acierto al plan Ibarretxe o al plan Maragall. Los presidentes autonómicos tienen toda la legitimidad del mundo para hacer sus propuestas, pero no pueden arrogarse el establecimiento unilateral de la agenda política en una especie de tira y afloja en defensa de sus exclusivos intereses. Puesto que es, antes que nada y sobre todo, un demócrata, a José Luis Rodríguez Zapatero le corresponde la tarea de promover un debate en el que se pierda de una vez por todas el miedo a las palabras y se aborde directa y llanamente, con todas sus consecuencias, la cuestión del Estado Federal.

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