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60 años después

El próximo domingo se cumplirá el 60º aniversario del Día de la Victoria en Europa, de aquel 8 de mayo de 1945 en que se consumó la derrota militar del nazi-fascismo en este continente. En el próximo fin de semana, pues, culminarán los actos y las ceremonias que, a lo largo de los últimos meses, vienen conmemorando aquel crucial episodio histórico, rinden homenaje a quienes lo hicieron posible y recuerdan a las víctimas de la peor crisis europea del siglo XX.

Seis décadas después de la liberación de Auschwitz, de Buchenwald, de Ravensbrück, de Mauthausen, cuando los testigos directos de aquel horror se extinguen irremisiblemente, la salvaguarda de su memoria constituye, sin ninguna duda, un deber primordial de las generaciones posteriores, de los gobiernos democráticos y de los sistemas educativos europeos. Pero la peor amenaza contra esa memoria no es, a mi juicio, el puro olvido; son más peligrosas, por más sutiles, la tergiversación y la trivialización.

Los cerca de 10.000 vencidos de 1939 que fueron a parar a los campos nazis, de los que perecieron allí más del 50%, su sacrificio, su heroísmo y su memoria nos vinculan con los hitos y los valores fundantes de la mejor cultura política europea

La tergiversación, aplicada al balance histórico del Tercer Reich y sus afines, ha conocido desde hace décadas una forma grosera, brutal: el negacionismo. Me refiero a los escritos de los Robert Faurisson, David Irving, Ernst Zundel o Serge Thion, a la tarea intoxicadora del Institute for Historical Review y de sus émulos locales: el libro de Joaquín Bochaca El mito de los seis millones (1979), los pasquines del grupo neonazi Cedade, que por esas mismas fechas proclamaban "¡holocausto, mentira!", etcétera. De entonces acá, sin embargo, la mayoría de los Estados europeos se han dotado de leyes que tipifican el negacionismo como delito, y muchos apologetas descarados de la obra de Hitler han sido condenados por difamación, o por ofensas, o por incitación al odio racial.

Así las cosas, y en aras de la eficacia, buena parte del negacionismo se ha camuflado en revisionismo. A propósito del holocausto judío, los revisionistas regatean las cifras de la mortandad, cuestionan la voluntad exterminadora de los jerarcas nazis, rechazan la unicidad de la matanza antisemita -¿acaso todos los bandos, en todas las guerras, no cometen excesos y barbaridades...?-, enfatizan la complicidad de algunas víctimas en su propia destrucción; en definitiva, tratan de diluir, de minimizar la dimensión moral y la trascendencia histórica de lo ocurrido.

Pero la táctica ha creado escuela, y también a propósito de la Guerra Civil española y del franquismo vemos florecer una audaz literatura revisionista: la que culpa a las izquierdas y a los nacionalismos periféricos de la crisis de la Segunda República, la que vocea los crímenes rojos para disimular los crímenes blancos, la que justifica cada vez con menos vergüenza el golpe de Estado de julio de 1936 y presenta la subsiguiente dictadura como un mal menor, como un alivio frente a la amenaza comunista.

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Si la osadía de los revisionistas -tanto los autóctonos como los internacionales- suele merecer réplicas contundentes por parte de la historiografía seria (el malogrado Javier Tusell, por ejemplo, dedicó a ello alguno de sus últimos artículos), la trivialización, en cambio, es mucho más difícil de combatir. Por ejemplo, a lo largo del último lustro hemos asistido en España a una preocupante banalización del concepto de nazismo: nazis serían los nacionalistas vascos, pacíficos o violentos, y entre Sabino Arana y Adolf Hitler no habría diferencia sustancial alguna; de nazi ha sido tachado el Gobierno de Vitoria, sin que le valga de nada su origen democrático, porque al fin y al cabo también el Führer ganó unas elecciones; y, claro, ser españolista en Euskadi sería exactamente lo mismo que ser judío en el Tercer Reich.

También se ha abusado y se abusa del término genocidio. Esa palabra, que debería reservarse para designar las matanzas de armenios en 1915, la Shoá, los sucesos de Ruanda en 1994 y, tal vez, lo ocurrido recientemente en el Darfur sudanés, se ha convertido en un epíteto propagandístico utilizable apenas se contabilice un centenar de muertos, ya sea en Kosovo, en Palestina, en Irak o en cualquier otro escenario bélico.

Desde tales antecedentes, ¿cabe extrañarse de que la semana pasada el eminente cardenal Ricard Maria Carles vinculase la legalización del matrimonio homosexual con Auschwitz? Nada es tan atrevido como la ignorancia, cierto; pero, si todos fuésemos muy rigurosos en el uso de determinadas analogías, dislates de ese jaez serían mucho más raros.

Han tenido que pasar 60 años después de la Liberación, casi 30 de régimen democrático en España y 25 de autonomía en Cataluña para que un inquilino de La Moncloa presida, en las próximas horas, el homenaje en Mauthausen a los republicanos españoles víctimas de la barbarie nazi, y para que miembros del Gobierno catalán le acompañen. Lo harán -eso esperamos- sin los equívocos ni las amalgamas del ministro José Bono en el desfile del pasado 12 de octubre, cuando intentó una síntesis imposible entre la División Leclerc y la División Azul. Pero, ¿por qué es tan importante este gesto de José Luis Rodríguez Zapatero? Porque los tal vez 10.000 vencidos de 1939 que fueron a parar a los campos nazis, y más del 50% de ellos perecieron allí, su sacrificio, su heroísmo, su memoria, nos vinculan directamente con los hitos y los valores fundantes de la mejor cultura política europea -aquella de la que el régimen de Franco era la antítesis- desde Noruega hasta Italia y desde Gran Bretaña hasta Chequia: es decir, los hitos de la resistencia antifascista, de la deportación, de la victoria de 1945; los valores de la lucha sin tregua contra el racismo y el antisemitismo, de la alergia al autoritarismo y el rechazo de los dictadores..., incluso en efigie de bronce.

Un aplauso, pues, para las presencias institucionales del próximo domingo en Mauthausen. Luego, a partir del lunes, preservemos la memoria de lo que allí ocurrió, de por qué ocurrió. Y procuremos no frivolizar acerca de cosas tan serias como el nazismo o el holocausto.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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