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Columna
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El ruido y la furia

Hubo un tiempo, hace siglos, en el que los físicos y médicos más eminentes de la Villa y Corte propugnaban, con toda seriedad, la singular teoría de que la pureza del aire capitalino, ese "viento sutil que mata a un hombre y no apaga un candil", era tal que debía ser compensada con la defenestración diaria de detritus de todo tipo, excrementos y desechos, sólidos y líquidos, en la vía pública, a fin de conseguir el perfecto equilibrio, pues sin los miasmas, que al grito de "agua va" excretaban sobre el arroyo los vecinos de la urbe, la atmósfera, de puro limpia sería irrespirable.

Algo semejante venía ocurriendo hasta hace poco con el tema de la contaminación acústica, ese invento moderno que ecologistas alarmistas, políticos oportunistas y residentes insolidarios y quejicas del centro de Madrid y de otras zonas afectadas por las obras, esgrimen con grandes aspavientos, por señas, un lenguaje que han desarrollado y perfeccionado muchísimo para hacerse entender entre el estruendo del progreso. Las grandes reformas, exigen pequeños sacrificios, las enormes máquinas tienen que seguir horadando su tres -o su diecisiete- por ciento del pastel subterráneo porque de la tarta de superficie ya no quedan porciones.

En aras de un futuro, presuntamente esplendoroso, para la urbe, presuntamente preolímpica, el Ayuntamiento, no ha dudado en sacrificar el presente, no sólo de los comerciantes y residentes del centro, sino de todos los paseantes y visitantes, turistas y pensionistas, músicos y artistas callejeros, buhoneros y descuideros. En Preciados, junto a la Puerta del Sol, el tableteo de las perforadoras del Ayuntamiento y las taladradoras de Fomento, ensordece y enmudece a toda forma de vida animal que circula por el entorno.

En la calle de la Montera, un comerciante, inmune al desaliento, pone música jamaicana a todo volumen en su megafonía para ver quién puede más, de momento no teme una inspección acústica del Ayuntamiento. La calle de Hortaleza, la pequeña gran vía de Chueca, es un campo minado en el que los socavones se abren con sospechosa frecuencia y el vecindario empieza a sufrir el síndrome del Carmel. La gente es muy aprensiva y como decíamos, insolidaria.

En el centro, en Lavapiés, en O'Donnell, en la avenida de la Ilustración, y en la puerta de su casa, atruena el progreso y ruge la reforma. En 75 puntos estratégicos, se supone que para los constructores, de Madrid, las obras públicas minan el subsuelo y la salud física y mental de los residentes. Para vivir en una urbe moderna en plena evolución hay que tener una salud de hierro, dobles ventanas y un aislamiento sónico de discoteca. Hay otros remedios, en un reportaje publicado hace unos días en estas páginas, se cuenta el caso de Rosalía que trata de paliar el problema de los ruidos de la M-30 con ansiolíticos y antidepresivos, el tratamiento no le debe ir del todo bien, porque la que habla de ello es su amiga Carmen, pues al parecer la víctima no está todavía de humor para hacer declaraciones.

Una larga y forzosa exposición a la acción de las perforadoras ha convertido a algunos vecinos de Lavapiés en expertos observadores y cronometradores de la contaminación acústica, en el reportaje citado, José Rocha, dice que los moradores de la plaza se levantan "con el canto del gallo de la taladradora y el martillo neumático" que retumban desde las ocho de la mañana; según el declarante, "parece que lo hacen a propósito" porque el ruido más fuerte es siempre a primera hora de la mañana. Así se fomenta la sana costumbre de madrugar. Otros buenos hábitos propiciados por el industrioso estrépito son los de practicar el turismo interior, entre semana, mudándose a una casa rural y el de estrechar lazos con parientes, amantes o amigos, pernoctando en sus viviendas durante el periodo que duren las obras, que terminarán entre 2008 y 2012, según los cálculos más optimistas.

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