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Columna
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¡Consummatum est!

Antonio Elorza

En una película de Joshua Logan, La leyenda de la ciudad sin nombre, el Lejano Oeste servía de marco a un discurso sobre la liberalización de las costumbres, muy del gusto de los años setenta. El relato alcanzaba su momento culminante con la visita de un predicador rigorista que anunciaba toda clase de castigos ultraterrenos a unos habitantes que vivían gozosamente en el pecado. Al final de su alocución, les pregunta si prefieren ir al cielo o al infierno, y la respuesta es unánime: "Go to hell!". Mejor al infierno. Algo parecido a la elección que hicieron los españoles del último tercio del siglo XX, cuando estuvieron en condiciones de traspasar la tela de araña del nacionalcatolicismo.

Juan Pablo II nunca entendió bien qué pasaba con esa "católica España" que evocó con voz dolorida. Los españoles seguían siendo católicos, al modo de los italianos, pero su baja práctica religiosa les acercaba a Francia. Era el punto de llegada de una larga historia, teniendo probablemente su origen en la posición de poder alcanzada por la Iglesia en la España del Antiguo Régimen, como primer terrateniente del reino, Gran Tutor de las Conciencias y Estado dentro del Estado merced al tribunal de la Inquisición. Salvo excepciones regionales, la sociedad española no contó con el tejido socio-religioso que dio vida a la "Europa de los devotos", antecedente de la Europa demócrata-cristiana del siglo XX.

El desenlace de la Guerra Civil no favoreció precisamente la conciliación entre Iglesia y libertad. Bien al contrario, impulsó la pretensión eclesial de ejercer de nuevo un monopolio sobre la vida y las conciencias de los españoles. La única novedad residió en el Opus Dei, con la conjugación de fondo reaccionario y espíritu tecnocrático para formar las élites de mentalidad conservadora. Fue un movimiento en tijera respecto de la mutación registrada en el numeroso bajo clero. Era así la Iglesia de Josemaría Escrivá y también la del Padre Llanos.

La llegada al pontificado de Juan XXIII y el Concilio Vaticano II parecieron crear un ajuste hasta entonces impensable entre democracia y pensamiento católico. Es una orientación que en España culmina con la actuación del cardenal Enrique y Tarancón. Claro que en sentido contrario, la derecha tradicional vio con extrema preocupación la apertura. De ahí la profunda adhesión al repliegue que ha capitaneado Juan Pablo II en su cuarto de siglo como Pontífice. Las aguas volvieron a su cauce. Las tensiones provocadas en la conciencia por un mundo cargado de problemas desaparecían ante una vuelta a la religiosidad anclada en un concepto tradicional de la fe.

Su dominio consumado de la faceta de comunicador, la atención a los problemas internacionales y una cierta tintura social configuraron la fachada de un proyecto de restablecimiento a ultranza de los principios de la religiosidad tradicional. Pero si sus palabras no sirvieron de mucho, la transformación interior de la estructura eclesiástica, con una selectiva política de nombramientos, alcanzará la gran eficacia que ha puesto de relieve el último Cónclave. El hoy pontífice, cardenal Ratzinger, fue su brazo armado en la labor de censura y poda contra los "enemigos interiores" que intentaban prolongar la modernización teológica abierta con el Vaticano II. El Opus pasó a primer plano. La balanza del poder se inclinó, quizás por mucho tiempo, a favor de una Iglesia repintada, mediática, pero vuelta hacia el pasado en sus posiciones doctrinales y con el añadido de las excrecencias sectarias de signo neointegrista. El panorama español es bien ilustrativo de ese peculiar retorno al pasado, con el florecimiento de grupos tales como los Legionarios de Cristo, los Mensajeros de la Paz o los llamados kikos. Llovieron santos y beatos, desde nuestro Josemaría al mismo Pío IX.

La inteligencia y la tenacidad del Papa Wojtyla han sido ejemplares. No lo es tanto el balance de su gestión. Y vino un hombre, fue el título del filme dedicado por Ermanno Olmi a la figura de Juan XXIII. Con Juan Pablo II hemos vuelto al imperio de unas imágenes celestiales alejadas, y en buena medida enfrentadas, a las exigencias del mundo de hoy. La elección como pontífice de su hombre de confianza y brazo ejecutor es tan significativa como que casi al mismo tiempo resulte legalizado en este país el matrimonio de los homosexuales.

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