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Reportaje:REPORTAJE

Las Rusias de Putin

La latitud y la longitud de la Rusia presente, tan escurridiza al análisis como de costumbre, están fijadas por el cambio político sobrevenido en Ucrania y por los "sucesos de enero". Sobre el primer punto, la prensa occidental ha realizado un seguimiento pormenorizado que, no obstante, ocultó al lector la opinión pública imperante en los medios de comunicación rusos por aquellas fechas. Sobre los segundos, es muy poco lo que se ha hecho llegar a Occidente, quizá por considerarlo asunto interno y de poca monta. En absoluto lo es, y estos dos factores que constituyen hoy las coordenadas de orientación en la realidad rusa no aparecen como dos meros sumandos en una adición descriptiva, sino que el uno influye de manera decisiva en el otro. Su interrelación ha contribuido a crear un clima de opinión en el que el poder y la sociedad civil (concepto dudoso en Rusia, dejémoslo en "la población") se han separado como nunca en el régimen putiniano. Cierto, el mismo Putin sólo ha perdido un 5% de su popularidad; mas los sociólogos se apresuran a señalar que éste es su índice más bajo desde que Yeltsin le proclamó sucesor. Si la prensa occidental ha prestado atención a la revolución naranja por obvias razones geoestratégicas, los acontecimientos que en Rusia han sacado a las calles a cientos de miles de personas se han despachado con el marbete del opaco lenguaje burocrático empleado en el mismo país: el Gobierno de Fradkov decide poner en marcha la "monetarización de las prestaciones" (monetizatsiya l'got), y con ello provoca una tempestad social.

Los subsidios estatales significaban en numerosas ocasiones la supervivencia del individuo y evitaban su irremediable caída en la marginación y la miseria
El complejo militar es insaciable, y además Putin blasona de honrar las deudas con el FMI, tal vez con vistas a futuras turbulencias
La 'monetarización' es una operación de ingeniería mágica, pues parecería más factible exprimir al rico que tiene que no al pobre que no tiene
Puede certificarse que los perfiles de una nueva Rusia están emergiendo del pantano de envilecimiento cívico en que se debate la población

En una nación con una población tan avejentada como Rusia, portadora aún del legado de la Segunda Guerra Mundial en multitud de secuelas, así como de otros conflictos y calamidades, estos subsidios estatales para el transporte público gratuito, la ayuda en la alimentación, la provisión de medicamentos y cuidados sanitarios, la rebaja en el costo de la vivienda y muchas más cosas, seguían conformando una red protectora, aunque harto remendada y con múltiples agujeros, que no pocas veces significaba la supervivencia del individuo o evitaba su irremediable caída en la marginación y la miseria. Pero incluso en un país que pierde casi un millón de habitantes por año, que registra una fuga anual de capitales de 80.000 millones de dólares, que en el Índice de Desarrollo Humano de la ONU se sitúa entre Bulgaria y Libia, con uno de cada cinco ciudadanos instalado bajo el índice de la miseria, y, según el sociólogo Yuri Levada, con un 59% de la población sumido en la pobreza, un dirigente terco como Putin no puede aún renunciar a lo que la corrección política le impide declarar sin ambages: la reconstrucción de la gran superpotencia soviética con otro nombre y estructura. Fue él mismo quien lo insinuó cuando cantó su peán al dirigirse a la nación tras los secuestros de Beslán el pasado septiembre. En aquel torpe y provocativo discurso, Putin señaló que, a la postre, todo se cifraba en que "a los débiles se les golpea"; por tanto, la "debilidad" del Estado ha de corregirse. La fuerza requerida no significa en absoluto el alivio de la calidad y el nivel de vida de la población, o el apaciguamiento de los conflictos internos, sino el dotarse de nuevos submarinos atómicos, portaaviones y cazas de combate, y de remozar la industria armamentista (segunda fuente de divisas para el régimen) y el aparato militar. En su concepción, será él entonces -Putin- quien esté capacitado para "golpear", y no los desharrapados chechenos. Por eso, el presupuesto militar ruso no puede seguir siendo 15 veces menor que el norteamericano. Pero, ¿de dónde sacar el dinero necesario para acariciar siquiera tales sueños, si las partidas de la "patria del gas y del petróleo" han de crear un Fondo de Estabilización intocable en previsión de cualquier tropiezo, y deben mantener ese modesto sobrevivir que constituye el primer soporte propagandístico del régimen: la estabilidad? Mas el complejo militar es insaciable, y además Putin blasona de honrar lo adeudado al FMI, quizá con vista a futuras turbulencias. Como Rusia se ha desindustrializado sin haber entrado en la era posindustrial (caso único en la historia), sólo resta aquel expediente al que la Hacienda de los Austrias españoles recurría para la financiación de las incesantes guerras de la Monarquía Católica, agotadas las trampas y el recurso a prestamistas y ventas de cargos y títulos. Y tal expediente no era otro sino el invento de nuevos tributos a los que el pechero castellano debía subvenir a costa de su imparable pauperización. Con Felipe II, el dicho se hace común: "Si el Rey no muere, el reino muere".

Guerra sin guerra

Pues bien, la situación en la Rusia presente guarda sorprendente similitud con aquel estado de cosas. Ni el oro ni la plata indianos evitaron la ruina de un país; ni el petróleo ni el gas están deteniendo hoy la galopante tercermundización del otro (o "hispanoamericanización", como algunos politólogos denominan en Rusia a este proceso). Una sociedad en guerra siempre tiende a consumir mucho más de lo que produce. Olvidado por un instante el conflicto de Chechenia, ¿no son los letales síntomas demográficos rusos y los índices económicos reales los atribuibles a una sociedad en guerra sin que medie guerra abierta? Hace poco el publicista Borís Petrakov lo recordaba en las páginas de Literatúrnaya Gazieta, apuntando a guisa de ejemplo que, sin el Cáucaso, en la extraña paz rusa son 2.000 los jóvenes que cada año fallecen en filas (o sea, todo un regimiento), o, por tomar un ejemplo al azar, que las deudas contraídas por una institución tan prestigiosa como el Centro de Pediatría y Cirugía Infantil de Moscú (seis-ocho millones de dólares) equivalen a la mitad de lo que se gasta cada año en cuidados cosméticos la oronda mujer del oligarca Abramovich, el comprador de equipos de fútbol en Occidente.

Mas, dada la escala de valores imperante, las jugosas partidas del gas y del petróleo no pueden estirarse más. Tampoco cabe pensar en imponer un impuesto progresivo que gravara a ese 10% de la población gozante, pues la relación de fuerzas haría tal paso harto peligroso. Y las doctrinas prevalentes hoy en el mundo próspero aconsejan a las "economías en transición" (?) el desmontar cualquier red de protección social que aún subsista. De modo que todo cuanto falta -que es mucho- ha de sacarse de forma subrepticia de los que menos poseen, pero cuentan con todas esas prestaciones o subsidios que, convertidos en dinero, ascenderían a unos 25.000 millones de rublos. Así empiezan a cuadrar las cuentas del presupuesto militar del Estado explotador y del mísero explotado en una operación de mágica ingeniería, pues parecería más factible exprimir al rico que tiene que no al pobre que no tiene. El billete gratuito de metro, de autobús o de tren deja ahora de serlo, a cambio de obtener un pequeño descuento al abonar el viaje. Lo mismo sucede con la gratuidad de los servicios médicos o con muchos medicamentos en una sociedad de alta morbilidad, con los costes de electricidad o de calefacción, o con el pago de los escasos metros cuadrados de vivienda (en régimen comunitario o de construcción municipal). Ahora bien, los cálculos de los economistas independientes y las cuentas diarias del afectado descubren enseguida que la "monetarización" no es una sencilla traducción de los subsidios recibidos a su equivalente en dinero, sino que se queda muy por debajo y no tiene en cuenta la inflación. Por eso, el ciudadano inerme ha de ingeniárselas para pagar este enmascarado impuesto de su propio bolsillo. Se recibe, como reconoce Vladímir Lukin, el defensor de los Derechos Humanos, una compensación de 100 rublos para pagar un monto que supera los 500. (A añadir a los 40.000-45.000 millones de dólares que los rusos ya aportan en "impuesto de corrupción" a una burocracia como nunca enriquecida). Se acabaron, pues, los días en que mostrar un carnet bastaba para franquearse el paso. El académico Oleg Bogomolov califica esta medida como "ataque frontal al nivel de vida de la población", y su criterio es del todo acertado. Además, ¿no define la Constitución a la Federación Rusa como "Estado social y de derecho"? Los afectados directos se calculan en 35 millones de personas, pero la convivencia de dos o tres generaciones en una misma vivienda es harto frecuente en Rusia. En estos tiempos de rapiña, los subsidios de quienes los recibían constituían un importante aliviadero del que se beneficiaban todos. Además, se perfila ya otra consecuencia nefasta que se hará sentir por causa de esta miope avidez. Con la imparable pauperización de los potenciales consumidores, la renqueante industria rusa dedicada al mercado interior verá cómo disminuye la demanda, y la abolición del subsidio pesará como un freno de plomo para cualquier posible innovación y revitalización de ese mercado.

Animal hipersimbólico

Mas la cuestión no se agota aquí. Como se ha de repetir hasta el hastío, el hombre es un animal simbólico, y el hombre ruso, un animal hipersimbólico a pesar de su degradación y miseria. Conceptos que en Occidente ya gozan de escaso predicamento como el de "Patria" u "honor" no han desaparecido en absoluto de la mentalidad imperante, desde luego, no de las de los expoliados por estas medidas. El iconostasio de brillante chatarra que el anciano luce sobre su pechera en cualquier vagón de metro y que concita curiosidad o sorna en el ignorante turista, significa para su portador un timbre de gloria íntimo: ha participado en la Gran Guerra Patria. Por eso ostenta las medallas propias y, según costumbre rusa, las que sus compañeros fallecidos ganaran en vida o a título póstumo. Es lo poco que le queda y quizá aún confiere sentido a su vida: ¿se le privará también de su ostentación simbólica? Y otro símbolo es que goce de acceso gratuito a los medios de transporte con sólo mostrar su tarjeta acreditativa de veterano, o de superviviente del bloqueo de Petersburgo, o de otra de las muchas clases de personas susceptibles de percibir subsidios del Estado (inválidos, represaliados...) que, desde siempre, se han graduado en Rusia.

La indignación de toda esta población de pensionistas y afines -la más politizada del país, si nos guiamos por su participación en los comicios- ante las medidas que buscan abolir tales "privilegios" se contagió muy pronto a las generaciones más cercanas (los primeros, sus hijos), y el resultado no se hizo esperar. Entonces aparecieron las manifestaciones, los cortes de calles, y los desórdenes de enero, y la campaña de la prensa contra tal medida. Tanto más cuanto que a ésta le seguirá una reforma del Código de la Vivienda. En ella se prevé que el acceso gratuito a los alojamientos municipales se recorte de manera drástica, y que se establezca el derecho de expulsión del inquilino que acumule deudas en el pago de los servicios comunes. Aquí es necesario calibrar la dureza de la vida en Rusia para ponderar lo inhumano de tales proyectos, que enriquecen al Estado y su voraz burocracia, pero siembran el pánico en una población marcada por la desconfianza y la anomia. Si en la próspera Moscú el diputado de la Duma local Mijaíl Bysherorodtsev declara que la cola de quienes esperan alojamiento supera las 170.000 personas, y de ellas las que aguardan ya 10 años son multitud, ¿acaso creen los prohombres del régimen que tales ciudadanos pueden dirigirse al prohibitivo mercado libre, en el que hipotecas y venta a plazos son en la práctica desconocidas?

Mas a todos estos desafectos al régimen se han unido otros cuya motivación y perfil sociológico es muy distinto. Se trata de quienes siguen atentos la evolución de la vecina Ucrania y aplauden las primeras medidas de Yúshenko (ese feroz nacionalista de sangre rusa y armenia) para abolir las privatizaciones efectuadas por el corrupto Kuchma. Así, el presidente ucranio ya ha congelado el 92,4% de las acciones del gigante metalúrgico Krivorozhstal, porque ese complejo pasó a manos privadas de manera fraudulenta, aunque de acuerdo con las formalidades de la ley entonces en vigor. (¿No les recordará esto a los rusos su propio expolio en un proceso de idéntico pillaje?). Lo mismo está ya decidido en Kiev con unas treinta o cuarenta empresas más, y según la vicepresidenta Timoshenko serán otras 3.000 las que pasarán por el filtro de la reprivatización o reestatalización en una primera etapa. Mientras tanto, la Unión Europea aplaude y concede jugosos créditos para vigorizar tal reestructuración económica. ¿Pueden en Rusia esperar algo parecido? Ay, cuán poco tardó en esfumarse el repulsivo relente que emanó de lo peor del imaginario ruso a raíz de la revolución naranja. "¡Ucrania es nuestro Stalingrado!" y "¡Rusia no es Rusia sin la Ucrania del sur y del este, la nuestra!". Tales eran las arengas del Gran Hermano tutelar de la fraternidad eslava. Mientras se denunciaban los supuestos 68.000 millones de dólares gastados por Norteamérica en su candidato, la prensa rusa callaba sobre las inversiones del Kremlin en el suyo, el desvergonzado chantaje energético y económico, o las proclamas de Luzhkov en Donetsk o Dniepropetrovak incitando a la secesión abierta. Tampoco percibía el talante de miles gloriosus del propio Putin, asentado en Kiev para felicitar por adelantado al ex delincuente Yanukóvich como legítimo presidente de una nación cuya existencia no se acaba de aceptar. Mas ahora se percatan de que el programa de Yúshenko parece ir en serio, de que atrae las codiciadas inversiones de la Unión Europea, y de que echa los cimientos de tratados y negociaciones que habrán de abocar a la integración del país en el futuro, como ya han hecho los Estados bálticos. ¡Y todo eso lo consigue el "pequeño ruso"! ¿Por qué, al contrario, la comunidad de "rusos grandes" se crispa por un asunto de míseros subsidios a pensionistas o inválidos, y se sigue respetando el inicuo pacto ("opción cero") que Putin selló con los oligarcas para asegurarse una recíproca no interferencia? ¿Acaso los oligarcas ucranios no empiezan ya a devolver lo robado, mientras que en Rusia ese 10% de la población por ellos modelada ni siquiera presta atención a los 300.000 o 400.000 ciudadanos que salieron a la calle?

El color de la revolución

Ucrania, por tanto, de objeto de condescendencia en cuanto "hermano menor" pasa ahora a ser paradigma de lo que la politóloga Lilia Shevtsova califica como "primera revolución contra la parodia de democracia" acaecida en el espacio postsoviético. ¿Acaso no puede Rusia aprender -o imitar- algo de los flamantes "europeos" ucranios? Claro que sí: en el deseo, todo. En la realidad..., la sociedad rusa es harto paradójica, y en un 50%-60% valora la estabilidad a cualquier precio como supremo bien. La simbiosis contra natura entre el fundamentalismo ultraliberal ("que la gente se las apañe como pueda") y el estatalismo oligárquico (la reconstrucción de la sverjderzhava o gran potencia) no muestra convincentes perspectivas de futuro. ¿Se percatará de esto el régimen putiniano? También la degradación, la corrupción y el saqueo cuentan con un límite impuesto por la misma naturaleza de las cosas. Por eso, en los círculos más ilustrados del país se comienzan a organizar mesas redondas con expresivos títulos como ¿De qué color será nuestra revolución?, y la denuncia del régimen arrecia incluso en aquellas capas sociales que (tradición impera) aún perciben a Putin como encarnación del "zar bueno". Mas un aura de catastrofismo se extiende por el país, y, aunque lejos de colmar las esperanzas que lo mejor de la sociedad rusa concibe gracias a estas sacudidas, sí puede darse por certificado que, tras todas ellas, los perfiles de una nueva Rusia están emergiendo en el pantano de envilecimiento cívico en que se debate la población. Tras la humillación recibida en Ucrania, la elección que ésta ha realizado, y la insatisfacción evidenciada en las manifestaciones contra su régimen de paniaguados burócratas, Putin tendrá que habérselas con una sociedad diferente. Aunque hoy por hoy sean imprevisibles los contornos que puede adquirir tal mutación.

Antonio Pérez-Ramos ha estudiado Filología Eslava en Cambridge y Moscú. Es doctor en Filosofía por Cambridge y enseña en la Universidad de Murcia.

Manifestantes con símbolos comunistas, durante una protesta en Moscú, el pasado 19 de marzo, contra los recortes sociales.
Manifestantes con símbolos comunistas, durante una protesta en Moscú, el pasado 19 de marzo, contra los recortes sociales.AP

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