Una institución medieval
Nicolás II promulgó en 1059 el decreto 'In nomine Domini', por el que se confía en exclusiva el nombramiento del Papa a los cardenales
Mientras el Imperio Romano languidecía, el poder de los papas, con el apoyo imperial, se asentaba en el ejercicio de una autoridad moral que comenzaba a exceder el marco italiano. Es en este contexto en el que León I (440-461), el primero con el sobrenombre de El Grande y salvador de Roma frente a Atila, dará unos primeros pasos en la afirmación de un cierto concepto de primacía pontificia planteada como reivindicación de magisterio supremo sobre los cristianos de Occidente, frente al avance de la influencia de los patriarcas de Constantinopla, teológicamente cada vez más distantes. Esta estrecha conexión entre papado e imperio favorecerá que la elección de los obispos de Roma, basada en la decisión del clero y pueblo de Roma, como la de los patriarcas orientales, no sea ajena a las intervenciones imperiales.
La constitución 'Licet de Vitanda', aprobada en 1179, establece la mayoría de dos tercios
Fue el papa Nicolás II quien en 1059 reservó a los cardenales la elección del pontífice
En los siglos inmediatos que siguieron a la desaparición del Imperio Romano de Occidente no había dejado de ser una preocupación el problema de la elección del Papa, conectada con la cuestión de su independencia del poder temporal de turno, fuera éste el de los reyes ostrogodos, los emperadores bizantinos o los monarcas carolingios. Por ello, en los siglos VIII y IX aparecerán distintas falsificaciones, aceptadas por válidas durante siglos, destinadas a afirmar nuevas pretensiones del poder pontificio.
El asesinato del papa Juan VIII, dentro de la propia curia pontificia, el 15 de diciembre de 882, inaugura un periodo de cerca de un siglo conocido en la historiografía como la Edad de Hierro del Pontificado, en la que el limitado perfil ecuménico adquirido penosamente parece abocado a su fin. El nombramiento de los papas se convierte de hecho en la prebenda particular de determinadas familias magnaticias de Roma y su entorno. El papado se sume en el escándalo, abundando las truculencias de todo tipo, simbolizadas por el sínodo del cadáver (896), en el que el papa Formoso es desenterrado para ser juzgado por la curia, para arrojar luego su cadáver al Tíber. En aquellas circunstancias de control del cargo por unas pocas familias, se suceden los pontífices inicuos, a la que vez que se multiplican en su derredor las intrigas y los asesinatos, incluso de algunos pontífices.
La salida a esta situación se producirá por la vía de la intervención laica. El papa Juan XII, tras coronar en Roma emperador del Sacro Imperio Romano Germánico a Otón I (962), pondrá en manos de éste la protección de la Santa Sede, lo que origina que se dé comienzo a un largo periodo de cerca de tres siglos de conflictiva relación papado-Imperio, reclamando éste, y ejerciendo frecuentemente, con o sin acuerdo de la curia romana, el control de las promociones pontificias.
A principios del siglo XI era cada vez mayor la colaboración en el gobierno pontificio de ciertos presbíteros romanos y obispos de las sedes inmediatas a Roma (suburbicarias) a los que se les daba el calificativo de cardinalis (del latín cardo, es decir, eje). Más tarde también se daría esta condición a algunos diáconos romanos.
Nicolás II, en 1059, cinco años después de la ruptura con los cristianos de Oriente, promulga el decreto In nomine Domini, por el que confía en exclusiva la elección de los papas a los cardenales: "Cuando el pontífice de esta Iglesia universal muera, los cardinales obispos hablarán diligentemente entre ellos sobre la elección; después citarán a los otros clérigos cardinales y, entonces, el resto del clero y el pueblo se aproximarán para dar su asentimiento a la nueva elección". Además, se disponía que el nuevo Papa perteneciera a la Iglesia de Roma, salvo que no se encontrase ningún candidato digno de entre sus miembros. Se establecía Roma como el lugar idóneo para efectuar la elección, debiéndose buscar otro en circunstancias excepcionales. Su intervención como electores determinará el progresivo protagonismo de los cardenales en el gobierno de la Iglesia.
El frente abierto entre papas y emperadores alemanes, tras la Guerra de las Investiduras (1075-1083), no facilitó la normalización de los procesos electorales limitados a la intervención cardenalicia, como consecuencia de las intromisiones imperiales. Baste señalar que, con posterioridad a este decreto y hasta fines del siglo XII, se conocen hasta ¡14 antipapas! Aparte de las propias inseguridades normativas del procedimiento electoral, con elecciones por mayorías mínimas que dividían a los cardenales, muchas de estas dobles elecciones resultan de la oposición de los emperadores a aceptar los elegidos en Roma, nombrando sus propios papas.
Será uno de los pontífices medievales con mayor perfil jurídico, Rolando Bandinelli, maestro jurista en Bolonia, que reinará con el nombre de Alejandro III, el que, en un contexto de reconciliación con el emperador Federico I, llevará al Concilio III de Letrán, en 1179, una propuesta dirigida a acabar con el problema de las mayorías. Con la constitución Licet de Vitanda, aprobada con toda la fuerza de aquel concilio general, se establece la necesidad de mayoría de dos tercios para que el nombramiento sea válido, lo que, a la vez, potencia la necesidad de acuerdos, haciendo difícilmente predecible el electo. La eficacia de la medida se reveló inmediatamente. A partir de 1180 no volverá a haber antipapas hasta que se alcance el denominado Cisma de Occidente, en 1378.
La perduración de las iniciativas tomadas en materia electoral durante los siglos XI y XII evidencia una enorme trascendencia para la historia de la elección del Papa, sin que, sin embargo, aún sea posible hablar propiamente de cónclave, pues nada se ha previsto aún sobre la necesidad de aislamiento de los electores. Será el siglo XIII el que perfile rasgos de dicha institución como para perdurar en lo esencial el modelo establecido hasta la actualidad.
José Manuel Nieto Soria es catedrático de Historia Medieval en la Universidad Complutense de Madrid. Autor del libro El pontificado medieval (Arcolibros, 1996).
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