Los estragos del acoso escolar
Como el cáncer o el terrorismo, que tanto tememos pero que la costumbre nos obliga a anticipar, la violencia escolar también forma parte del catálogo vigente de horrores predecibles. En abril de 1999, dos adolescentes de la escuela de Columbine, Colorado, armados hasta los dientes, mataron a 12 alumnos y un profesor antes de suicidarse. Justo tres años más tarde un estudiante del instituto Gutenberg, Erfurt, asesinaba a tiros a 13 profesores, dos condiscípulos, una secretaria, un policía y, a continuación, se quitaba la vida. Y hace unos días, en Red Lake, Minnesota, Jeff Weise, de 16 años, ejecutó a sus abuelos en casa y después se fue al colegio, donde acribilló a balazos a cinco compañeros, una profesora y un guarda. Acto seguido se disparó mortalmente en la cara.
Estas espeluznantes matanzas nos espantan, nos duelen, y echan por tierra las expectativas más básicas sobre el comportamiento humano. Aun así, su impacto en la sociedad es efímero. Con independencia de los cadáveres que acaben esparcidos por las aulas, la indignación colectiva se disipa a los pocos meses. La razón es que, ante estas tragedias, la mayoría de las personas se resigna y pasa página escudándose en la idea de que siempre ha habido y habrá seres inexplicables arrebatados de insaciable sed de sangre.
Si bien la violencia juvenil en los colegios se nutre de una mezcla variable de ingredientes personales, familiares y sociales, casi todos los perpetradores tienen en común haber sido sometidos a acosamiento. Un estudiante sufre acoso escolar cuando está expuesto a ataques sádicos continuos, de los que no puede defenderse fácilmente, por parte de uno o más compañeros de clase. Los asaltos pueden ser físicos (empujones, golpes), verbales (insultos, burlas), no verbales (gesticulaciones hostiles y vejatorias) o grupales (marginación, bromas crueles o difusión de rumores humillantes). Bullying es el término anglosajón -hoy en día muy divulgado- que en los años setenta el sueco Dan Olweus, profesor de Psicología de la Universidad de Bergen, Noruega, aplicó a este tipo de agresiones.
Según el Servicio Secreto de Estados Unidos, el 71% de los asesinatos cometidos en los institutos de bachillerato entre 1974 y 2000 fueron protagonizados por jóvenes que habían sufrido bullying en los seis meses previos. A título personal puedo añadir que en otoño de 1992, en respuesta a una alarmante ola de homicidios y suicidios en las escuelas públicas de Nueva York, el alcalde David Dinkins encargó al Departamento de Servicios Municipales de Salud Mental, que por aquel entonces yo dirigía, un estudio sobre las causas de esta preocupante tendencia. Este proyecto concluyó, entre otras cosas, que el maltrato continuado de escolares por sus colegas constituía un factor determinante de muertes violentas entre los adolescentes neoyorquinos.
El hostigamiento prolongado de alumnos por compañeros es una realidad, aunque casi siempre esté encubierta por una espesa nube de tabú y de silencio. En Estados Unidos, por ejemplo, alrededor del 30% de los estudiantes de entre 7 y 17 años afirma haber observado bullying durante el año escolar, y el 23% confiesa haber participado personalmente. Sin embargo, sólo un 13% de profesores dice haberlo presenciado. En mi experiencia, aunque las ofensas más visibles suelen ocurrir a espaldas del profesorado, bastantes maestros son reacios a admitir que hay acoso en sus clases. A unos les cuesta reconocer que ciertos niños pueden ser asombrosamente crueles. Otros temen ser tachados de inexpertos.
Las víctimas habituales de ensañamiento son muchachos y muchachas pacíficos, tímidos, introvertidos y, sobre todo, vulnerables. A menudo muestran aspectos físicos, actitudes o hábitos diferentes a los de la mayoría de la clase. Los maltratadores suelen ser personajes inseguros y provocadores, que no han madurado la capacidad de sentir compasión ante el sufrimiento ajeno. Mientras que los varones tienden a utilizar la agresión física y verbal, las chicas recurren a la marginación, los bulos y la manipulación de las relaciones. Ellos y ellas ansían la sensación excitante de poder que experimentan cuando subyugan física y emocionalmente a sus víctimas.
Numerosas investigaciones demuestran que el acosamiento persistente, aparte de causar daños corporales, socava profundamente el equilibrio emocional de los acosados, a corto y a largo plazo. Los efectos más comunes incluyen ansiedad, fobia al colegio, aislamiento social, baja autoestima y depresión. Cada mañana de clase, la combinación venenosa de miedo e indefensión atormenta a las víctimas. Incluso en los días festivos, los detalles más amargos de los ultrajes padecidos se entrometen en su mente y transforman su tiempo de esparcimiento en interminables pesadillas. A la hora de encontrar explicaciones que les ayuden a entender su penosa situación, la mayoría termina culpándose a sí mismos. El estigma de inferioridad, de vergüenza y de impotencia que marca a estas criaturas les impide revelar su sufrimiento a familiares, y mucho menos denunciar a sus torturadores.
El acoso escolar distingue con cicatrices indelebles las mentes de los adultos que lo sufrieron de pequeños. Mas no todos los escolares maltratados sobreviven a la adolescencia. Unos se liberan del intolerable suplicio quitándose la vida. En el Reino Unido, por ejemplo, se calcula que anualmente un mínimo de 16 niños asediados por compañeros eligen esta última salida. Otros, como Jeff Weise, optan por un desquite implacable y sanguinario antes de inmolarse.
Una vez que el martirio sale a la luz, los agresores, sus allegados y los testigos que se mantuvieron neutrales, incluyendo al personal docente, tienden a minimizar el problema, a recriminar al acosado por no haberse defendido, o a responsabilizar a sus padres. Por eso, la primera intervención de las autoridades escolares debe ser atender las necesidades de seguridad y apoyo emocional del alumno perseguido y sus familiares. En cuanto a los acosadores, apar-te de administrar justicia, es importante maximizar sus posibilidades de rehabilitación. Después de todo, el bullying nos plantea un doble reto: salvar la vida de los oprimidos y rescatar la humanidad de los opresores.
En mi opinión, todos los centros de enseñanza requieren programas de formación y sensibilización para estudiantes, profesores y padres con el objetivo de establecer una cultura de "tolerancia cero al acoso y a su encubrimiento". La inacción y el disimulo protegen siempre a los verdugos, nunca a las víctimas. Ningún joven debería temer ir al colegio por miedo a ser golpeado o denigrado, y ningún padre o madre debería necesitar preocuparse de que su hijo pueda estar sufriendo vejaciones en el colegio. Conscientes de este derecho, cada día son más los países que establecen leyes o regulaciones contra el bullying. Éste es el caso, entre otros, de Suecia, Noruega, Inglaterra, Irlanda, Dinamarca y Japón.
El acoso escolar nos deshumaniza a todos y su erradicación nos incumbe a todos. En palabras del escritor libanés Jalil Gibrán, "a menudo escucho que os referís al hombre que comete un delito como si no fuera uno de vosotros, como un extraño y un intruso en vuestro mundo... Mas yo os digo que de igual forma que ni una sola hoja se torna amarilla sin el conocimiento silencioso del árbol, tampoco el malvado puede hacer el mal sin la oculta voluntad de todos vosotros".
Luis Rojas Marcos es profesor de Psiquiatría de la Universidad de Nueva York.
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