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Relatos del pasado

Antonio Muñoz Molina

Aguarda uno con cierto malestar a que se apaguen las luces en la sala de cine donde va a proyectarse El hundimiento. Un retrato cercano de Hitler, en sus últimos días de apocalipsis y delirio en el búnker de la Cancillería, ¿no tenderá inevitablemente a mostrárnoslo humano, frágil, en esa anticipada decadencia física que atestiguan todas las fuentes más próximas, un anciano encorvado y temblón que acababa, sin embargo, de cumplir 56 años? Hemos leído libros y visto documentales, así que es muy probable que la película no vaya a darnos ninguna información que no tengamos ya. La causa del desasosiego es más sutil, y tiene que ver con la naturaleza peculiar de la ficción, uno de cuyos rasgos cruciales es el grado mayor o menor de empatía que nos induce a establecer con los personajes de una historia. Por supuesto que también simpatizamos con los protagonistas de un documental, o de un libro histórico, pero lo hacemos de manera que excluye la identificación, porque en todo momento el tiempo en el que sucede el relato está alejado del nuestro, y la experiencia que cuenta pertenece a otros, está encerrada en un ámbito temporal y circunstancial que podemos comprender sin que nos aluda personalmente.

¿Es ficción, puede argumentarse, una película que trata de personajes reales, de hechos objetivamente sucedidos, documentados casi minuto a minuto por testigos cuya veracidad lleva sesenta años siendo investigada? Lo es desde el momento en que los personajes, aunque se correspondan con personas reales, son encarnados por actores, se mueven por decorados que imitan con detalle lugares verdaderos, pero que al fin y al cabo no son más que escenarios, imitan voces, estilos de peinado, repiten de memoria como si fueran ocurrencias súbitas palabras que otros han escrito para ellos. Bruno Ganz se parece asombrosamente al Hitler de las últimas fotografías, encogido y siniestro, casi desaparecido entre la visera de la gorra y las solapas levantadas del abrigo militar: y el modo en que reaccionamos ante su interpretación depende de que nos resulte creíble, y a la vez de que sepamos en cada instante de que estamos viendo el trabajo supremo de un actor.

Entonces surge otra punzada de desasosiego: ¿hasta qué punto es lícito admirar el trabajo de un actor que interpreta magistralmente a Hitler, si esa interpretación, en la medida en que es certera, implica resaltar la humanidad de alguien que es monstruoso? Una caricatura presenta con eficacia la inhumanidad, al precio de la inverosimilitud, de la falta de esa sustancia misteriosa de la que están hechos los personajes de ficción, y que es precisamente lo que los convierte en verdaderos, no a pesar de su irrealidad, sino gracias a ella. Sabemos, por los testimonios de muchos que lo conocieron de cerca, que Hitler podía ser afectuoso y considerado con el personal a su servicio, y que trataba con particular cariño a los diversos perros que tuvo a lo largo de su vida. Pero una cosa es saberlo y otra muy distinta es ver al actor que interpreta a Hitler en una película dirigir palabras tranquilizadoras a la secretaria inexperta a la que aturde su presencia, o mirar con dulzura y pesadumbre, con los ojos humedecidos, a su perra Blondi cuando están a punto de sacrificarla, un poco antes de que él mismo se quite la vida. El historiador y el psicólogo estudian y evalúan esos pormenores: el lector de una novela, el espectador de una película, dan sin remedio un paso más, que se corresponde con el que previamente ha llevado al novelista o al actor a comprometerse con su creación hasta el punto de volverla verdadera. Para lograrlo, han de vivir hasta un cierto punto, gracias a la intensidad de su imaginación, la experiencia que cuentan, han de ponerse en el lugar del personaje al que interpretan o al que retratan con sus palabras. La ficción, en suma, consiste en ponerse emocionalmente en el lugar de otro, suspender la distancia en la misma medida que la incredulidad: pero no para cegarse o enajenarse con la identificación, sino para mirar desde dentro, y para saber así cómo y qué ve el otro, incluso qué puede haber de común entre el otro y uno mismo.

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Seguimos internándonos en terreno peligroso. Tout comprendre c'est tout pardonner, asegura el dicho francés: ¿será inevitable perdonar aquello que se ha comprendido, acogerlo bajo la capa de una blanda tolerancia hipnotizada por la familiaridad? En El hundimiento, el posible peligro de una comprensión tan honda que lleve, si no al perdón, sí al menos a un cierto grado de indulgencia hacia seres que al fin y al cabo son humanos y débiles como nosotros, no afecta sólo al personaje de Hitler: la secretaria que actúa como mediadora entre nosotros y la historia -y de la que proceden una parte de los testimonios más valiosos sobre la cotidianidad en el búnker- es una muchacha por la que fácilmente sentimos simpatía. Tiene una belleza entre serena y asustada, una mirada tan limpia que no la enturbian nunca la angustia ni el miedo, ni siquiera el espectáculo repulsivo al que lleva tres años asistiendo. No era nazi, asegura, no tenía ideas políticas: más que devoción fanática hacia un tirano genocida lo que parece sentir es agradecimiento y afecto por un jefe que la trata consideramente, que le pide disculpas cuando la hace quedarse hasta muy tarde escribiendo a máquina y no pierde la paciencia con sus errores de mecanografía.

Pero el talento de la actriz -y de quienes han escrito y dirigido la película- consiste en que la verosimilitud que nos lleva a comprender sus actos y sus reacciones nos sirva no para perdonar, sino para volvernos conscientes de los mecanismos psicológicos que llevaron a tantas personas comunes y no especialmente malvadas ni envenenadas ideológicamente a ser cómplices del régimen político más homicida y más destructivo que ha conocido la historia, en el país que parecía más culto, más avanzado de Europa. Para mayor hondura, la experiencia de la ficción está precedida por la voz real de la mujer que fue secretaria de Hitler, y queda clausurada al final de la película con su entera presencia. La anciana que habla, muy poco antes de morir, muchos años después del fin de la guerra, no finge inocencia ni reclama el beneficio de esa falta de información que alegaron hipócritamente tantos de sus compatriotas: No supe ver, viene a decir, pero debería haber sabido, y no hay disculpa en mi ceguera, ni había inocencia en mi desconocimiento.

Esa contrición es suya, del todo intransferible: gracias a la ficción se nos convierte en una experiencia propia, que al iluminar con su claridad horrenda el pasado nos lo vuelve no sólo presente, sino también posible de nuevo, plausible por la naturalidad con que hemos visto suceder esas vidas, ese hundimiento de proporciones geológicas en medio del cual, sin embargo, se respiraba con frecuencia la vulgaridad obtusa y un poco incongruente de cualquier escena cotidiana. Mientras los rusos se acercan a la Cancillería y las bombas incendian las ruinas de Berlín, un ordenanza, en el comedor del búnker, ordena concienzudamente tenedores y cuchillos sobre un mantel blanco. Atolondrada, casi feliz por su nueva dignidad conyugal, Eva Braun, horas antes de morir, les recuerda a las secretarias que ya pueden llamarla señora Hitler, una mujer de clase media, sentimental y corta de luces que por fin ha logrado que se case con ella el hombre que la entretuvo irregularmente durante demasiados años.

Pero la catarsis de esta ficción no existe sólo en la esfera confidencial, donde suele producirse el encuentro del espectador con la obra de arte: también se expande, en Alemania, al espacio de la conciencia civil, interpelando a la generación que vivió esos hechos y fue cómplice y responsable y a la vez víctima de ellos, y a los hijos y nietos para los que el paso del tiempo y la desaparición de los testigos no puede ser una coartada a favor del olvido, y menos aún de la reconciliación con un pasado espantoso. Rememorar con lucidez y sin complacencia ni azucarada mentira, comprender lo imperdonable sin suavidad y sin perdón: sucede también en otra película, ésta italiana, La mejor juventud, donde la monstruosidad sanguinaria que se recuerda son los años de plomo, el delirio ideológico con coartadas izquierdistas que alimentó los crímenes de las Brigadas Rojas. Esta vez los ejecutores no son fanáticos uniformados con la calavera y el doble garabato de las SS, sino personas que se parecen mucho más a nosotros, a algunos de nuestros amigos y de nuestros hermanos mayores, los universitarios enardecidos por la calentura intelectual y política de Mayo del 68, algunos de los cuales decidieron que sembrar el terror ejecutando de un tiro en la nuca al enemigo de clase era legítimo y también necesario, un paso inevitable en el camino hacia el porvenir radiante de la liberación.

¿Serán posibles películas así entre nosotros? Haría falta quizás un relato del pasado sobre el que estuviéramos de acuerdo, y también una convicción más o menos colectiva de que en ese relato la verdad más amarga es preferible a la mentira consoladora y quizás edificante, y que las mitologías novelescas sobre el origen colectivo merecen el mismo respeto intelectual y pertenecen a la misma charlatanería idiotizadora que las cartas astrales.

La ficción es un grado supremo en la codificación de la experiencia que viene mucho después que las investigaciones históricas, cuando el acuerdo sobre lo que sucedió en el pasado común tiene un grado semejante de coherencia al de la concordia que limita las legítimas discrepancias sobre el presente y las versiones diversas sobre el porvenir. Se trata de un acuerdo limitado y modesto, revisable, sometido al escepticismo y a la desgana, como casi todas las rutinas que sostienen la vida, pero da la impresión -al menos cuando se sigue la actualidad política, hecha a la vez de sobresalto y de tedio- de que es un acuerdo cada vez más difícil en España. Los historiadores, desde luego, han hecho y hacen su trabajo, pero los resultados de sus investigaciones no parece que se filtren a la conciencia pública, y menos aún a las versiones de la historia que se cuentan en las escuelas o que se intercambian arrojadizamente en el debate político. Quizás no hay manera de edificar ficciones nobles sobre la Historia cuando la Historia permanece confundida con la ficción, con los relatos halagadores que cada grupo inventa para dotarse de un pasado romántico, libre de culpa, ungido de ese victimismo inocente que con tanta entereza se negaba a sí misma en su vejez la secretaria de Hitler. En un país donde se tarda treinta años en retirar las estatuas del dictador, ¿cómo sería posible hacer una película en la que se retraten los extremos bien documentados de su sadismo y de su vulgaridad, de su catolicismo de rosario y mesa camilla y zapatillas de paño y de la frialdad con que siguió firmando penas de muerte cuando ya el Parkinson le sacudía las manos con un temblor decrépito? El relato de la derecha sobre la guerra se parece al de las películas en blanco y negro de los años cuarenta: el de la izquierda, muchas veces, no pasa de la complacencia ignorante de películas como Libertarias o Tierra y libertad, en las que el grado de complejidad política y de intensidad moral no es mucho más elevado que el de un desfile de moda. En la ficción de La mejor juventud, el personaje atormentado de la mujer que pasa muchos años en la cárcel por haber pertenecido a las Brigadas Rojas sigue expiando su culpa y su vergüenza -la responsabilidad de sus actos- aun después de recobrar la libertad, y se esconde en el anonimato de unas gafas negras: sin duda ese desenlace es mucho más verosímil que el que suele ser habitual en la realidad española, donde hay asesinos que se ufanan impunemente de sus crímenes y ostentan cargos políticos y condecoraciones ciudadanas. La Guerra Civil española terminó seis años antes que la guerra de Hitler, pero la lejanía en el tiempo parece añadir confusión en vez de claridad: ya no fue un asalto militar y fascista contra un régimen legítimo ni una guerra de clases, ni un episodio lateral en la gran guerra civil europea del siglo XX, sino una pérfida agresión de los españoles contra los vascos, o de los madrileños contra los catalanes. Y nadie admite que los suyos tuvieran algo de culpa en el desastre colectivo, o que la clarividencia sea más necesaria y más valiosa que los embustes fabricados para proyectar hacia el ayer el narcisismo del presente, el confortable victimismo que lo disculpa a uno de cualquier responsabilidad sobre sus actos y le hace merecedor de cualquier privilegio. Hay ficciones tóxicas que suplantan la realidad y difunden el delirio, y ficciones severas que explican e iluminan el mundo. Saliendo del cine, en una ciudad española, después de ver El hundimiento o La mejor juventud, cuando uno compra el periódico y vuelve a casa y mira las noticias, tiene la rara sensación de que era en la sala oscura donde ha visto la realidad, y de que a la luz del día es donde lo asaltan y lo marean los espejismos, donde el pasado y el presente son igual de confusos y la verdad y la mentira no pueden distinguirse, las dos infectadas por el mismo grado de inverosimilitud.

Antonio Muñoz Molina es escritor.

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