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Columna
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El respeto

El pasado domingo aparecía en este periódico un reportaje sobre el floreciente negocio de la cirugía estética. Lo leí con relativo asombro, porque hoy día cualquier lector de prensa con dos dedos de frente debe tener la piel endurecida y reprimir su perplejidad. En efecto, dos dedos de frente. Los que tengan tres o más de inteligencia me temo que ni siquiera llegarán a soportarlo.

Iba leyendo párrafos ilustrados con lo de siempre (aumentos de pecho, inyecciones de sebo en los morros, extracciones de sebo en los muslos, estiramientos generalizados) seguro de que no encontraría ahí mi próximo artículo. Claro que la prensa siempre guarda algo para el columnista más constante. De pronto, como en una cegadora revelación, topé con una de esas frases capaces de dinamitarlo todo y que certifican cómo la realidad sigue siendo una mina inagotable de estupidez y desvergüenza.

El texto atesoraba una impagable perla de Silvio Berlusconi, notorio profeta de los nuevos tiempos, un empresario que hace algunos años, y disconforme acaso con que sólo unos cuantos miles de italianos fueran sus empleados, decidió hacerse político para convertir en lo mismo a todos los demás. A Silvio, al parecer, le han estirado la piel de la cara (¿Por qué demonios habrá que llamar lifting a un vulgar estiramiento?), pero incluso alcanza a ver en ello una motivación moral. "Lo hice por respeto a los demás". Así reproducía sus palabras el cronista, y juro que la estraza del periódico sostenía la frase sin perturbación alguna, con naturalidad, con tecnológica eficacia. La rotativa no se había conmovido, ni lo habían hecho las furgonetas matutinas que distribuyen la prensa. La frase atroz de Berlusconi se extendió sobre la tierra sin que el universo notara el más mínimo quebranto en sus leyes admirables.

Me pregunto qué concepto del respeto a los demás anida detrás de esa frase escalofriante. El neoliberalismo de Berlusconi, su afición a promover leyes para resolver un problema concreto (el suyo personal) y la certeza de que representa lo peor de una clase política blanda e indigna ya habían dado muestras en el pasado de su consideración a los demás. Lo curioso es que su sensibilidad ante las necesidades del prójimo sólo haya suscitado una acción extravagante: estirarse la cara. Por respeto a los demás, por una cuestión de mínima decencia, por un principio de consideración al semejante. Jamás imaginé tamaña filantropía. Pero jamás imaginé que además se permitiera proclamarla, como si en ello hubiera alguna forma de justicia. El respeto de Berlusconi por la humanidad entera resulta tan exquisito que ha decidido privarnos de sus patas de gallo, no fuera que nuestra delicada sensibilidad, en una recepción, en un desayuno de trabajo, pudiera verse alborotada.

Pero algunos tenemos del respeto a los demás, ya desde el colegio, una idea mucho más extravagante. El respeto a los demás puede pasar, en la gente verdaderamente consecuente, por admirables formas de compromiso político o social. Pero el respeto a los demás, para los más cobardes, nos supone al menos algunas servidumbres. Por ejemplo: no dañar a otros gratuitamente, no coger cosas que no son nuestras, asumir nuestros errores. El respeto incluso impone conductas más livianas. Por ejemplo: dar los buenos días, pedir las cosas por favor, tratar a los ancianos con deferencia y acaso, si me apuran, aparecer en sociedad correctamente duchados, por aquello de no provocar el desvanecimiento ajeno con nuestras sudoraciones. Lo que jamás hubiera imaginado es que el respeto a los demás pasara por quitarse ojeras, patas de gallo, calvas o papadas, o que impusiera invariablemente obscenos labios de mulata incluso en las mujeres de estirpe vikinga.

Más patético resulta todo esto cuando las patas de gallo o los pechos desmoronados no son algo prematuro sino mera consecuencia de la edad. ¿Cómo demonios pueden molestarnos las arrugas de Berlusconi, que al fin y al cabo hace décadas dejó de ser muchacho? Lo que nos molesta de él son otras cosas y, puesto a respetar a los demás, debería hacer algunas otras.

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