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Reportaje:ELECCIONES EN LA CONFERENCIA EPISCOPAL

El rocoso cardenal preferido por Roma

Rouco llega a la votación sin resolver los graves problemas del catolicismo: crisis interna, financiación pública y enseñanza religiosa

Si el diagnóstico del episcopado sobre la situación del catolicismo en España fuera cierto -"apostasía silenciosa" del pueblo, "fundamentalismo laicista" del Gobierno y "enemigos por todas partes" en la sociedad-, el veredicto sobre la gestión del cardenal Rouco al frente de la Conferencia Episcopal sería desastroso. Jamás hasta ahora, desde los tiempos de la II República (1931-1939), se habían escuchado en boca de cardenales, arzobispos y obispos censuras y lamentos tan tenebrosos.

Sólo en los últimos dos meses se dijeron o escribieron palabras como éstas: "Nos derriban, pero no nos rematan" (arzobispo de Santiago); "El presente de la Iglesia es crudo; el futuro es sombrío" (pastoral de los obispos del País Vasco y Navarra); "Sólo en momentos de golpe de Estado hubo tantos cambios sobre la moralidad de un pueblo" (prelado de Ávila). El propio Rouco no ha reparado en execraciones de ese calado. Sostiene que en Madrid se peca masivamente y contribuyó hace apenas un mes, como nadie, a consolidar la creencia de esta desastrosa situación religiosa llevando al límite sus convencimientos junto al anciano Juan Pablo II, que unió su temblorosa voz a semejante cruzada. Lo peor fue que la reiteración desde Roma, y por el Papa, de esas críticas monocordes provocó una respuesta extraordinaria -inesperada- del Gobierno socialista, que dolió sobremanera a los eclesiásticos: la llamada a consulta del embajador del Vaticano a la sede del Ministerio de Exteriores para expresar, de Estado a Estado, el disgusto y la extrañeza por unas censuras que Madrid tomó como injerencias inaceptables.

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También han sido extraordinarias, en la etapa de Rouco, las reacciones políticas, desde quien llamó "casposa" a la jerarquía eclesiástica en su conjunto (José Blanco, secretario de Organización del PSOE), hasta quien puso en duda la moralidad general de los prelados a causa de su meliflua actitud ante el nacionalismo vasco o el terrorismo etarra (José María Aznar, cuando la Iglesia del País Vasco se opuso a la Ley de Partidos y a la ilegalización de Batasuna, que promovió el ex presidente del Gobierno).

Aquel sonado enfrentamiento con el Ejecutivo del PP escenificó otro de los fracasos de Rouco: su creencia de que con un Gobierno de derechas los obispos iban a resolver, por fin, problemas que no pudieron arreglar con Adolfo Suárez (presidente entre 1976 y 1981) ni con Felipe González (1982-1996), tales como el dinero que el Estado da a los obispos a cuenta de lo que los católicos destinan a tal fin en el IRPF -el llamado impuesto religioso, otro gran fracaso de la Iglesia católica-, o la adopción de un estatuto definitivo e inamovible para la asignatura de catolicismo en las escuelas, y para sus docentes.

El PP no resolvió el primer asunto, y el segundo lo abordó tan tarde, mediante la Ley Orgánica de Calidad de la Educación, que el nuevo sistema ni siquiera había entrado en vigor cuando llegaron al poder, de nuevo, los socialistas. Otro fracaso, y no pequeño, se refiere a la crisis interna -nunca se habían pronunciado tantos anatemas contra tantos teólogos famosos-, reconocida por los prelados como causa de la debilidad con que llegan sus mensajes al pueblo.

Pero no todo son puntos débiles en Rouco. El rocoso, imperturbable, cardenal cuenta con el respaldo de Roma por su tarea como pastor de la Iglesia madrileña, tan complicada, y por su eficacia como organizador del último viaje del Papa a Madrid, en mayo de 2003. También valoran sus capacidades organizativas y de gestión, como se encargaron de demostrar llamándole a Roma como uno de los miembros del Consejo de Cardenales para el estudio de los problemas organizativos y económicos de la Santa Sede. Ese nombramiento se produjo el pasado 13 de diciembre y se interpretó como un mensaje de los verdaderos deseos del actual gobierno vaticano: que el cardenal Rouco se decida por fin a integrarse en la Curia (gobierno) de ese diminuto Estado. Dicen ahora que si el cardenal fracasa en su intento de ser reelegido para un tercer trienio al frente de la Conferencia Episcopal, quizás sea el momento de dar ese gran salto jerárquico y eclesial.

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