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La Universidad de nuestros pecados

La Universidad siempre ha recibido críticas. Ello ocurre en nuestro país y en muchos otros. Algunas son merecidas, otras no. En parte obedecen al encomiable deseo de que mejore una institución tan importante para el presente y el futuro de cualquier nación. Otras, más subjetivas, responden a la idea de que los profesores universitarios, al menos en España, tienen en grado sumo los defectos de los funcionarios públicos: son ineficaces, engreídos, poco autocríticos y siempre arriman el ascua a su sardina. Un reciente artículo del tantas veces admirado Ignacio Sotelo (De continente a islote, EL PAÍS del 2 de febrero) es un buen ejemplo de ese segundo tipo de críticas. Según él, la Universidad española es medieval, con lo que enseña saberes anquilosados y repetitivos, siendo la preocupación principal de sus profesores garantizarse un puesto de por vida, evitar que se controle la calidad de su enseñanza e investigación y gozar de una autonomía reñida con la modernización.

De ser cierto ese diagnóstico, la situación sería terrible y habría que tomar medidas inmediatas, proclamando quizá una suerte de estado de emergencia en las enseñanzas universitarias para evitar que la sociedad española, al no contar con personas debidamente formadas, se resquebraje y vuelva a sumirse en los atrasos políticos, sociales y económicos de antaño.

Afortunadamente, las cosas no son así. La Universidad es manifiestamente mejorable, pero no se halla en estado comatoso. Ya sería raro que España hubiese progresado tanto en todos los órdenes en los últimos veinticinco años con una enseñanza superior que sólo hubiera producido ignorantes.

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Las críticas de Sotelo van aún más lejos. La Universidad no sólo es hoy un dechado de imperfecciones, sino que ha sido uno de los culpables del atraso secular registrado hasta hace poco en nuestro país. Nuestro autor lo demuestra con un curioso silogismo: el atraso se debió, entre otras cosas, a la falta de empresarios y no hubo empresarios porque la Universidad fue incapaz de formarlos. En apoyo de la premisa mayor, Sotelo acude a los historiadores económicos. Permítaseme discrepar, puesto que soy uno de ellos. El historiador económico, como todo estudioso del desarrollo, sabe que las condiciones para que un país progrese son muchas. Incluso podría decirse que la existencia de empresarios, fundamentales como son, es más bien una consecuencia que causa principal del progreso. Si fuese verdad lo que dice Sotelo, la lucha contra la pobreza en el mundo sería más fácil, concentrándose en la formación de empresarios. Ocurre, sin embargo, que en los países poco desarrollados, si no se corrigen antes muchos otros atrasos, el empresario, aun el más listo, poco puede hacer. Ni la Universidad es más culpable que otros de yerros pasados ni la historia económica de España es tan sencilla como cree Sotelo.

Su artículo, con todo, sirve, ahora que una vez más soplan vientos de reforma, para interrogarse sobre qué le pasa y no le pasa a nuestra Universidad. Lo primero que hay que recordar es que la enseñanza superior forma parte del sistema educativo en su conjunto, un sistema que va desde el jardín de infancia y el aprendizaje en la familia hasta el grado de doctor que alcanzan algunos veintitantos años después. Se trata de una tarea larga y complicada. Requiere un esfuerzo grande. Es una actividad cara que alguien ha de pagar. Exige, sobre todo, una condición sine qua non. Ha de haber en quien aprende un afán por aprender, sin lo cual la tarea se convertirá en una cruz.

Ese afán siempre ha existido, desde los inicios mismos del ser humano, pues sin él no habría habido progreso, pero no es algo innato. Siempre fueron pocos los que sienten la vocación por conocer. Hoy, en los países avanzados, esos pocos han aumentado mucho, aunque sigan siendo una minoría. En España, esa minoría está artificialmente inflada al acudir a la Universidad jóvenes sin vocación. Lo hacen por dos razones. La primera es que no tienen otra salida, al haber pocos puestos de trabajo para graduados escolares y bachilleres y ser la formación profesional mala. La segunda razón es que ser universitario confiere un status superior obviamente al del parado.

La demanda es así grande para entrar en la Universidad. Ésta tiene que recibir a muchos, muchísimos, más de millón y medio de jóvenes. Lo hace con medios escasos que sólo lentamente van aumentando. Por razones sociales y políticas, que no académicas, no puede rechazar a todos los que llegan mal preparados o sin verdadero deseo de aprender. Como es sabido, sólo uno de cada cinco aspirantes no pasa las pruebas de acceso. Toda esa labor, sin la cual se producirían en la sociedad graves perturbaciones, la hace la Universidad, no con brillantez, pero sí decorosamente.

Cambiar esa situación es tarea de larga duración y requiere una visión de conjunto. Habría que imbuir en los jóvenes, al menos desde los quince años, que el estudio a partir de esa edad debe ser vocación y no obligación. También que el aprendizaje, por vocacional que sea, requiere un esfuerzo personal grande. Habría que ofrecer más puestos de trabajo desde los dieciséis años a quienes no quieran estudiar. Habría que ofrecer más y mejor formación profesional, que debería contar con el doble del número de estudiantes universitarios, y no con la mitad como hasta ahora.

Con ello, la Universidad recibiría a menos personas y no se vería obligada a depurar a uno de cada tres estudiantes que le llegan, en un proceso ingrato, costoso y que rebaja la calidad media de la enseñanza, dificultando cosas muy deseables y hoy imposibles, como la atención individualizada al alumno o su valoración continua.

Yo estoy de acuerdo con Sotelo en que la enseñanza debería ser abierta y dialogante, pero eso sólo es posible hacerlo ya bien avanzada la carrera. Hacia ello apunta la implantación, tras los cuatro años de un primer ciclo de licenciatura o ingeniería, de un segundo conducente a un master o diploma de investigación, seguido, para quienes quieran y puedan, del tercer ciclo de doctorado, donde, que yo sepa, siempre se ha enseñado como quiere Sotelo.

Y es que éste, cosa rara en un profesor de su experiencia, ve a la Universidad como un todo único, donde habría que enseñar igual en el primer curso que en los últimos o en los estudios de posgrado, cuando al principio de toda carrera, durante un año o dos o incluso más, hay que enseñar conocimientos básicos, sin los cuales todo lo demás sobra.

Acaba Sotelo su artículo con la peregrina afirmación de que la autonomía de la Universidad está reñida con la modernización. En una persona que gusta de zaherir los males de la burocracia, sorprende que esta vez defienda, aunque sea implícitamente, que quienes deben decidir cómo ha de desempeñarse la Universidad sean los políticos o más bien unos altos funcionarios nombrados a dedo.

Claro, que si se opina que rectores, decanos y directores sólo defienden los intereses corporativos de un gremio medieval, cualquier solución que les quite competencias sería buena. Pero este supuesto corporativismo no existe, por más que en la Universidad, como en toda institución, haya una defensa de intereses, unos más legítimos que otros, pero no más que en otros oficios, aunque sólo sea porque la Universidad es heterogénea, con intereses en su seno a menudo encontrados. Causa extrañeza, además, que en todo el mundo haya una tendencia hacia la autonomía universitaria y para España se aconseje lo contrario.

Hagamos balance. En España, por razones históricas, algunas recientes, otras más alejadas, la Universidad ha tenido que desempeñar un papel singular. Lo ha hecho con pocos medios, pero con una rentabilidad social de las pesetas o euros recibidos igual o superior a la de otras instituciones. Las reformas de que ha sido objeto nunca fueron en general afortunadas.

Hoy se ofrece una ocasión para mejorar. Por razones demográficas y hasta que empiecen a llegar paulatinamente a la enseñanza superior los hijos de los inmigrantes, está disminuyendo el número de estudiantes. Ese menor agobio debe aprovecharse. Para ello, hace falta, por un lado, abordar el sistema educativo en su conjunto, difundiendo en todo lo posible la idea de que el estudio es vocación y esfuerzo. Por el otro, no hay que incurrir en el defecto tan obvio de reformas anteriores de creer que con leyes y decretos se logra una Universidad excelente, cosa que en España, hoy por hoy, es una vana ilusión. Seamos modestos y eficaces. Sepamos que la materia prima de una buena universidad son buenos profesores y buenos estudiantes. En España los hay, pero también existe el lastre de los que no lo son.

Procuremos irnos librando de ese peso muerto. No creamos que cambiando simplemente el sistema de selección de profesores y alumnos se obtiene sin más un personal idóneo. Esta selección, hágase como se haga, son habas contadas, pues los candidatos disponibles son los que ha producido el propio sistema educativo. Fomentemos que los futuros profesores e investigadores acudan a completar su formación en universidades extranjeras mejores que las nuestras, con más ayudas de las que hay ahora, facilitando su regreso e incorporación.

Hoy en día no son posibles en la Universidad grandes innovaciones. Sí se puede hacer lo que se está haciendo con nuestra participación en la Unión Europea, en cuyo seno nos hemos comprometido a buscar en lo posible planes de estudio homogéneos. Quizá a la larga tenga razón Sotelo y haya que acabar con esos planes de estudio, con las carreras tradicionales y con "la horita de clase" y sólo se enseñe a plantear preguntas y a poner en cuestión el mundo en que vivimos. Para ello, sin embargo, habrá que esperar años y años en España y en todo el mundo.

Hasta entonces, ¿qué hacer? Ya sería gran cosa que la Universidad fuese formando poco a poco profesionales cada vez mejores e investigadores más capacitados. Con ello se contribuiría más que ahora a la tarea tan esencial en España como es la de tener recursos humanos que no desmerezcan de los de otros países avanzados. Y dejemos de rasgarnos las vestiduras ante supuestas situaciones catastróficas, sin caer, claro está, en el extremo opuesto de las alabanzas injustificadas.

Francisco Bustelo es profesor emérito de la Universidad Complutense, de la que ha sido rector.

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