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Tribuna:DEBATE | EE UU y el "Gran Oriente Próximo"
Tribuna
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Querer y poder

Aunque no es de esperar que la efeméride merezca conmemoración alguna, lo cierto es que dentro de unos días, el 24 de febrero, se cumplirán 50 años desde la firma del Pacto de Bagdad, el acuerdo de defensa mutua entre el Irak hachemita y la Turquía poskemalista, que, con la ulterior adhesión de Irán, Pakistán, la Gran Bretaña más el apoyo informal pero decisivo de los Estados Unidos, dio lugar a la Middle East Treaty Organization, complemento de la OTAN en el flanco sur de la entonces temida Unión Soviética y tal vez primer esbozo de ese designio estratégico que hoy Washington denomina el Gran Oriente Próximo.

Tempranamente desarbolado por la revolución iraquí de 1958, el Pacto de Bagdad ilustra al menos la antigüedad del interés norteamericano por fortalecer -en la lógica de la guerra fría- su ascendiente político y sus bazas militares en esa región. Puesto que la fórmula de una OTAN mesoriental no acababa de cuajar, Washington la reemplazó por una serie de sólidos entendimientos bilaterales (con el Irán del segundo y último Pahlevi, con la Arabia Saudí, con la Jordania del rey Hussein y, desde finales de los años sesenta, con Israel) que equilibraran e incluso aventajasen la inclinación filosoviética de los coetáneos regímenes egipcio, sirio o iraquí. Tal planteamiento, sin embargo, respondía a la necesidad de contener a la URSS, y caducó con la desaparición de ésta. Convertidos en la única superpotencia, los Estados Unidos tardaron muy poco en sentir la tentación de la hegemonía sobre una zona energética y estratégicamente tan apetecible. La criminal arrogancia de Sadam Husein les regaló una primera ocasión de demostrarlo en 1991; después del 11-S, la cruzada antiterrorista hoy en curso les ha permitido una intervención mucho más vasta -Afganistán, Irak, serias advertencias a Irán y Siria...- y, sobre todo, mucho más ambiciosa: ahora, ya no se trata de salvar a un régimen amigo, o de derribar a uno hostil, sino de refundar la cultura política de la región, de remodelarla según los esquemas de la democracia liberal, de la economía de mercado y de la sociedad abierta, también de inmunizarla contra los fundamentalismos de raíz islámica.

La llave de la paz palestino-israelí no se halla en Washington, sino entre Gaza y Tel Aviv
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Problemático y lleno de contradicciones en sí mismo, el intento de instaurar en el Próximo Oriente un nuevo orden que sea a la vez estable, representativo y sensible a los intereses de Washington tropieza, además, con una dificultad añadida: la persistencia dolorosa y sangrante del cáncer israelo-palestino. Que ese conflicto, irresuelto, lastra e hipoteca toda la política de Estados Unidos en el mundo arabo-islámico es algo evidente. Tanto, que ningún otro litigio de magnitud comparable ha tenido tan ocupadas a las sucesivas administraciones norteamericanas, ni ha dado lugar a tantas giras, a tantas cumbres y a tantos ensayos negociadores en las últimas tres décadas, desde los tiempos de Nixon y Kissinger hasta los de Bush Jr. y Condoleezza Rice.

Con todo, y a pesar de los éxitos parciales cosechados -el de Kissinger obteniendo la separación de fuerzas tras la guerra de 1973, el de Carter cocinando la paz israelo-egipcia de 1978-79, el de Clinton apadrinando el acuerdo Oslo II en 1995...-, ni la Casa Blanca ni el Departamento de Estado han podido hasta hoy propiciar un arreglo definitivo sobre lo que es el núcleo del conflicto: el litigio territorial, moral y simbólico entre israelíes y palestinos. ¿Porque -como sostiene determinada izquierda europea- Washington nunca ha tenido redaños para imponer a Jerusalén una solución equitativa? Resulta curioso que quienes se tienen por paladines de la libertad exijan para Israel un trato colonial. Pero, además de injusto, ese diagnóstico es erróneo, porque Israel no tiene nada que ver con la Nicaragua de los Somoza, ni con el Haití de los Duvalier, ni con el Vietnam del Sur de Nguyen Van Thieu. El israelí es un régimen de opinión, que necesita el apoyo mayoritario de los ciudadanos-electores, y ningún Gobierno puede alejarse demasiado del sentir de éstos, por mucho que lo pida el gran aliado americano. Ehud Barak tuvo ocasión de comprobarlo dramáticamente en 2000-2001. Así pues, y aunque ello desmonte un tópico muy arraigado, la llave de la paz palestino-israelí no se halla en Washington, sino en algún lugar a medio camino entre Gaza y Tel Aviv, o entre Jerusalén y Ramala. Para encontrarla y lograr que funcione se precisa un mínimo de confianza recíproca entre las dos partes, entre los dos pueblos que comparten y se disputan aquel estrecho espacio geográfico, o, por lo menos, entre sus dirigentes. Esa confianza, trabajosamente esbozada desde los acuerdos de Oslo hasta el asesinato de Rabin, decayó a toda prisa en el periodo 1996-2000 y se hundió por completo con el estallido de la segunda Intifada, en septiembre de 2000. Ahora, 52 meses y otros 4.600 muertos después, es preciso volver a levantarla.

El agotamiento de la Intifada de Al-Aqsa, el deceso de Arafat y su sustitución por Mahmud Abbas (Abu Mazen), con el cambio de ciclo histórico que ello puede suponer, la aparente ruptura entre Sharon y el ultranacionalismo laico o religioso israelí, la existencia del Acuerdo de Ginebra y de otras iniciativas civiles que demuestran empíricamente la viabilidad de un compromiso territorial: he aquí algunos factores que permiten alimentar a día de hoy una prudente esperanza. Tras la reciente cumbre de Sharm el Sheij, será crucial el estricto cumplimiento del alto el fuego por ambas partes, y luego ver si Sharon puede y quiere, la próxima primavera, evacuar la franja de Gaza y algunas áreas de Cisjordania, y si es posible retomar y acelerar la negociación sobre el status final, y qué ocurre con las elecciones legislativas palestinas...

A este laborioso y frágil proceso, la Administración de un George W. Bush libre ya de servidumbres electorales puede brindarle apoyo diplomático, garantías en materia de seguridad y estímulos económicos de gran valor, y ello no por filantropía, sino por puro egoísmo estratégico. Lo que Estados Unidos no puede es suplantar a las partes enfrentadas o imponerles un diktat, porque la paz sólo es posible entre quienes se hicieron la guerra. ¿Y Europa? Europa podría jugar un provechoso papel moderador si fuese capaz de abandonar -hago mía la metáfora de Amos Oz- su pose de severa institutriz victoriana, si recordase dónde, por qué surgió el sionismo y qué cosa le infundió su legitimación definitiva.

Joan B. Culla i Clarà es historiador, autor de Israel, el somni i la tragèdia (Editorial La Campana).

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