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Columna
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Los bolsillos de Amenábar

Por lo visto, para entrar en el recinto en que se celebraban los premios Goya en Madrid había una puerta giratoria. No sé a quién se le habrá podido ocurrir un invento tan claustrofóbico y agobiante. Siempre que paso por una, mientras estoy dando lentamente la vuelta, me da la impresión de que se va a parar y me voy a quedar allí estancada de por vida. Si se piensa bien, la misma vida es una extraña puerta giratoria, por donde se entra y se sale en un suspiro. Uno entra de niño y sale siendo viejo. Uno entra por la mañana a trabajar y sale por la tarde. Uno entra para casarse y sale divorciado. Uno entra como hombre y aparece hecho toda una mujer o al revés. Pero aunque sea un suspiro hay que pasarlo. Y en eso estamos, unos con más alegrías que otros.

Parece una tontería, pero si prescindimos de las dos o tres horas de gala de los Goya, nos podemos quedar con la imagen, mira por dónde bastante cinematográfica, de Amenábar entrando con las manos metidas en los bolsillos y cara de primera comunión y saliendo con los brazos llenos y cara de no me odiéis demasiado. Hay que reconocerle como mérito añadido a sus muchos logros que sabe mantener la compostura y, sobre todo, una gran organización en los bolsillos internos de la chaqueta.

Para algunos de nosotros el mayor misterio de la noche consistió en que no se equivocase de papel cuando introducía la mano una y otra vez en ese forro de seda sin fondo del que esperábamos que de un momento a otro, junto con los nombres y reconocimientos, también sacara un conejo o kilómetros de pañuelos anudados. Algo que podría habernos producido un shock ante la posibilidad de que hubiese sido poseído por el espíritu de Roberto Benigni, un tipo envidiable para aquellos a quienes nos atenaza el sentido del ridículo. La verdad es que el ridículo más que sentido es como el apéndice o las muelas del juicio. Tendría que extirparse en cuanto empezara a dar molestias o, mejor aún, al nacer. Debería inventarse una vacuna contra el miedo al ridículo para estar en igualdad de condiciones que los demás, para que si alguien alguna vez nos dice que estamos haciendo el ridículo, en lugar de hundirnos en la miseria, le pisoteemos la chepa fingiendo que saltamos por el respaldo de su silla. Por supuesto, lo contrario del temeroso al ridículo es el que cree que el ridículo siempre lo hacen los demás, sobre todo si está en un puesto dominante desde el que pensarlo con cierta soltura. Para quienes el poder no lo olemos ni de lejos siempre nos queda la televisión. La televisión no tiene arreglo por mucho dinero que le inyecten, pero es necesaria y terapéutica porque desde nuestro sofá de mando podemos descojonarnos de los que salen ahí. Podemos criticarlos y llamarles de todo ¿quién nos lo impide? Podemos incluso enamorarnos de alguno o alguna y desenamorarnos sin que medie el típico y desagradable cruce de reproches.

Pero sin extremar las cosas, también es de agradecer un poco de freno en el escenario en cuanto a lágrimas. En este punto alabo la que antes he llamado compostura Amenábar, a quien debe de parecerle que en estos casos una excesiva alegría es redundante e incómoda para los que están asistiendo a ella desde sus asientos, sobre todo los otros nominados. Jamás he entendido que se llore por ganar un premio, más lógico sería llorar por no ganarlo. ¿A quién va dirigida esa explosión de júbilo y emoción, a uno mismo, a la familia y amigos o a mortificar a los perdedores? Lo malo de perder no es sólo que se salga por la puerta como se ha entrado, sino que no se tenga derecho a expresar las emociones como los ganadores. Al perdedor se le exige sobriedad, no llorar en la butaca, no coger una rabieta, no poner malas caras e incluso sonreír y felicitar al ganador, como si no pasara nada, como si no le afectara, como si su generosidad y temple no tuvieran límites. Al perdedor se le exige ser un héroe, mientras que el ganador puede hacer el payaso todo lo que le dé la gana.

Pero volvamos a los bolsillos de Amenábar. No nos extraña que la ropa de diseño le traiga sin cuidado, puesto que sus americanas a lo Coperfield le van de maravilla. Sólo tiene que meter la mano y la prodigiosa entretela se pone a fabricar ases. Es de suponer que muchos actores y gentes del cine desearían meterse en sus bolsillos para que un día en unos Goya o cualquier otro escenario semejante los saque a relucir en uno de sus mágicos papelitos.

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