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Columna
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Hombres globales

Hay que romper una lanza a favor de esos hombrecitos que cambian los gustos estéticos del globo. Llevo pensando en ello desde que esa maravilla humana llamada Frank Rijkaard apareció entre nosotros. Ese porte de seriedad, esa elegancia que se expresa en un hablar pausado, medido y frío, ese evidente distanciamiento brechtiano hacia algo tan chusco, violento y basto como el fútbol, esas manos de filósofo o de poeta, ese color suavemente moreno de su piel, esa presencia aparentemente imperturbable en plena juventud, esa hábil alternancia del chandal a la corbata sin que su imagen se altere, esa evidente sonrisa interior permanente y que rara vez aflora hacia fuera: el holandés es una joya de las que quedan pocas, un hombre al que se le ve a gusto consigo mismo y con su inteligencia manifiesta.

La fascinación Rijkaard culmina en el peinado. ¡Magnífico y sobrio abalorio! ¡Juerga estética sublime! Nadie, salvo él, podría soportar un peinado que casi es un sombrero, una boina-peluca, un diseño de alta manufactura africano-holandesa. Obsérvese ese peinado increíble, siempre perfecto, siempre igual, jamás despeinado, nunca fuera de lugar, que despeja la cara y la mirada. Un peinado-declaración de principios: esto es lo que soy yo y me da igual lo que pienses. Pura provocación frente a la ñoñería.

He pasado días, semanas, imaginando cómo debe organizarse el pelo el señor Rijkaard para que sus rastas aparezcan impolutas, serias y divertidas. Peluqueros profesionales a los que he consultado me dicen que no es fácil, ignoran el método Rijkaard y eso, lógicamente, les mortifica. Alguno se ha atrevido a sugerir que al holandés le sentaría mejor lo que antes se llamaba 'look afro' y hoy simplemente 'silueta chupa-chup': cabellos encrespados y redondos. No estoy de acuerdo: ese peinado es su marca, su símbolo, su guiño inteligente. La puntilla.

El afro-holandés es el mejor símbolo del hombre global, algo mucho más serio que la moda de lo 'metrosexual' que encarna un pijo inglés llamado Beckham. De la mano de Rijkaard han caído todos los mitos sobre africanos desarrapados y salvajes, aquellos personajes lejanísimos y exóticos que poblaron la infancia de los que fuimos niños cuando existía el Domund y nos disfrazábamos de negritos con unas mallas de lana y una faldita de paja. Por algo parecido me encandila Vanderlei Luxemburgo: un brasileño mestizo comparable en su glamour de pura imagen mediática a George Clooney. Pero Vanderlei, un guaperas a vista de pájaro y sin gafas, tiene otra arma secreta: su nombre inverosímil. Mucho más allá de lo que puede aportar cualquier fotonovela, llamarse Vanderlei Luxemburgo abre todas las puertas a la fantasía globalizada más aguda. ¿Qué personalidad oculta un nombre sin fronteras como el de Vanderlei Luxemburgo? Los diseñadores de la mestiza realidad contemporánea han superado el hito que trazaron cuando bautizaron a Bin Laden.

El guión de estos cambios estaría incompleto sin dar un vistazo a los méritos masculinos de nuestro entorno. Y aquí hay que mencionar la primorosa ruptura marcada por la estética Bargalló. El 'sincorbatismo' no lo ha inventado el conseller en cap, pero -este es el mérito- es como si así hubiera sucedido. Bien por él: viva la libertad. Lejos de amilanarse ante las críticas previstas, el jefe de los ministros catalanes ha tirado la corbata a la basura. Lo relevante entre nosotros -así somos- es que lo haga un hombre de poder, no Andreu Buenafuente. Bargalló, un republicano realista, nos guiña un ojo: política y espectáculo caminan juntas en todas partes. La izquierda se quita la corbata, la derecha se hace liftings, como Berlusconi. Esa es una diferencia. La otra que mientras Silvio justifica su coquetería "por respeto a los demás", los Bargalló y Rijkaard de todo el mundo no dan explicaciones, ni nosotros, por cierto, las necesitamos.

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