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IDA y VUELTA
Columna
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Rascar el cielo

Desde lo alto del edificio que en otros tiempos se llamó Banco de Madrid, en la plaza de Francesc Macià, se ve toda la ciudad. Es uno de los rascacielos de un paisaje con cada vez más excepciones de altura. Algunas merecerían figurar en esas antologías de la fealdad que elabora Lluís Permanyer. Teniendo en cuenta lo difícil que resulta conseguir un permiso de obras, sorprende que algunos logren transgredir las normas de crecimiento sin ser detenidos por exceso de verticalidad. Son excepciones que confirman la regla, con antecedentes en universales operaciones especulativas o propagandísticas que fueron imitadas con la misma y discutible tolerancia gubernativa. Los rascacielos son puntos de referencia, como lo fueron en su día los campanarios de las iglesias, y sirven para orientar al paseante y subir la autoestima de sus propietarios. ¿Pero qué ocurre en esas ciudades en las que los rascacielos son mayoría? Por ahora son minoría. Breve selección: el del Banco de Sabadell (ex Atlántico), la torre Catalunya, el hotel Arts, el edificio Mapfre, las torres negras de La Caixa, la torre Agbar y las obras del futuro edificio de Catalana de Gas.

El punto de vista que se tiene desde la cima permite descubrir azoteas kitsch, barbacoas ilegales o el vuelo de un helicóptero turístico que molesta a los vecinos. El mismo vértigo que sientes al subir en ascensor hasta la cima se reproduce cuando miras hacia abajo. Ahora los tenemos asumidos, pero no siempre fue así. En 1921, Joseph Roth escribió un artículo sobre la construcción de rascacielos en Berlín que terminaba diciendo: "Todo es inaudito, hiperdimensional, pesado y, con todo, esbelto, telúreo y, no obstante, victorioso y oscilante hacia el cielo. ¿Por qué no va a tener rascacielos Berlín". Pocos años más tarde, otro Roth, el arquitecto Emery Roth, participó en la revolución urbanística de Nueva York con varios rascacielos que ahora parecen bajitos.

La dimensión futurista de semejantes construcciones está comprobada. La prueba es que un paseo mental por el Manhattan tópico nos lleva a construcciones modernísimas, más todavía si pensamos en qué año fueron levantadas. Subimos al Empire State Building (1928- 1938), esperamos a que se enciendan las luces del pináculo del edificio Chrysler (1930), torcemos el cuello hacia arriba para abarcar toda la perspectiva del edificio de la RCA (1933) o el del Daily News (1930). Los fotógrafos se pirran por los reflejos, la repetición geométrica de las ventanas y el efecto de la luz del atardecer sobre el ladrillo, la terracota o el aluminio. En Barcelona, en cambio, todavía no existe una ruta turística de rascacielos que permita visitarlos con ciertas garantías de información sobre su origen y financiación. Vuelvo a Roth: "La denominación rascacielos procede del lenguaje de los marinos y significa, en origen, las velas del barco izadas más arriba, ésas que ya pueden rascar los cielos". En una nota a pie de página, el traductor añade que Roth se refería literalmente a "cardar las nubes", como si los mástiles y las velas fueran enormes púas dispuestas para cardar unas nubes con forma de guedejas de lana. Las proporciones de estos edificios provocan arrebatos de lirismo, aunque algunos lo compensan con detalles tan terrenales como los cuatro contenedores de basura que presiden la base del edificio del Banco de Sabadell.

En nuestro entorno, está empezando la moda de edificio icono de grandes empresas de servicios y, muy pronto, cuando tengamos que ir a darnos de alta de la luz, del agua y del gas aprovecharemos el viaje para contemplar estos prodigios de la construcción, una forma metafórica de intimidar al usuario.

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