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Columna
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Reyes y párvulos

La multiplicación de los tres Reyes Magos, su mágica ubicuidad que les permitía manifestarse a la vez y con distintas encarnaduras en bazares, grandes almacenes y comercios especializados, era todo un desafío, tal vez el primer desafío, a la lógica incipiente de los párvulos. La pérdida de la inocencia, la primera duda, la primera prueba, asomaba en el burdo cordel que sujetaba la barba de Melchor, en la peluca ladeada de Gaspar y el burdo tinte de la emborronada faz de Baltasar. De pronto el milagro se revelaba supercherería y el mago oriental, encargado de hacer realidad nuestros sueños, dejaba ver la trampa y el cartón, su anodina condición humana, su fatiga y su rutina, incluso su halitosis. Y los párvulos atónitos miraban a sus mayores en busca de una explicación y percibían, intuían, en sus sonrisas impostadas la sombra del engaño, la trama de la farsa.

Los Reyes que caían más cerca de mi casa cuando yo era un párvulo inocente sentaban sus reales en Mazón, grandes almacenes de la calle Fuencarral, junto a la glorieta de Bilbao, que en los años cincuenta deslumbraban por el aparato de sus decoraciones navideñas, coros de ángeles autómatas, belenes animados y luminarias alegóricas. En el álbum familiar hay una foto, con los bordes artísticamente recortados, que congela el instante preciso de mi primer desencanto, un niño cabezón, con cara de perplejidad, posando, no sé si con Melchor o con Gaspar, un pasmarote inexpresivo, todo ojos y nariz, enmascarado por la barba postiza y el pelucón sintético.

De la Puerta del Sol a la Gran Vía podían contarse por docenas los Melchores, Gaspares y Baltasares, que en los grandes emporios comerciales se acompañaban de un séquito de pajes también empelucados, y el párvulo que yo era escrutaba sus rostros sin temor ni reverencia y se complacía cuando, en un cruce de miradas, rey o paje esbozaban, o así lo creía, un gesto, un guiño de complicidad.

Republicano y escéptico, quizás desde entonces, tengo que confesar cierta debilidad por tan legendarios y pródigos personajes que le daban un toque exótico con sus camellos y sus turbantes a la imaginería navideña, nómadas, extraños, misteriosos forasteros que se movían en el escenario estático y bucólico de los belenes. Pero me temo que hoy, uno de los motivos básicos de mi predilección sea que con su fiesta terminan los fastos aunque no los gastos navideños, pues la eficaz maquinaria comercial hace tiempo que sabe explotar la consabida depresión posnavideña con irresistibles rebajas para que ni el consumo ni el ánimo decaigan.

Los regalos de Reyes también funcionaban como antidepresivos para combatir el síndrome posvacacional navideño infantil; el retorno a las aulas se hacía menos traumático si tenías en casa unos cuantos juguetes nuevos, un gran tema de conversación y competencia en los recreos. Los regalos del intruso Papá Noel tienen como objeto mantener entretenidos y sin dar mucha guerra a los párvulos liberados de sus ataduras escolares; lo del síndrome citado tiene arreglo con la duplicación de los obsequios, sincretismo pragmático que concilia al pelele de los renos con los magos de los camellos y que por supuesto cuenta con la aprobación entusiasta de los infantes homenajeados dos veces.

Los Reyes Magos, y éste sería el argumento principal de mi defensa, funcionan como un ritual de iniciación, una prueba cuya superación implica abandonar el limbo de la primera infancia para adentrarse en la hipócrita y civilizada comunidad adulta. En cuanto el párvulo declara a sus progenitores que ya está al cabo de la calle y que se dejen de pantomimas, ellos empiezan a regalarle calcetines, jerséis y cosas tan útiles como decepcionantes. Pero la experiencia más provechosa, la clave del asunto, no está en el descubrimiento de que los reyes son los padres, sino en la constatación de que los padres mienten y desprecian el naciente intelecto de sus vástagos, y si mienten en cuestión tan baladí pueden mentir en todo lo demás; no sólo no son infalibles, es que son estafadores en potencia, y si los queridos papás mienten y engañan, qué no hará el resto de la sociedad adulta. Dudan, luego existen.

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