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Pelota 1º

Don Miquel Domínguez es segundo teniente de alcalde del Ayuntamiento de Valencia. Es, también, el pelota 1º de la alcaldesa Rita Barberá, a quien pone por encima de los cuernos de la luna y más arriba, en la cumbre del Olimpo. De ser yo doña Rita, alejaría a este señor de mi lado, pues tales panegíricos hieden y no a ámbar. No fiarse nunca de quien con tanto fervor nos aclama.

Esta vez los panegíricos van acompañados de una intentona de severo varapalo al "intelectual obnubilado" que soy yo. (La alcaldesa feliz, EL PAÍS, 27-12-04). Para ser más exactos, Domínguez escribe: "El señor Lloris, obnubilado por su condición de intelectual..." O sea, que ser intelectual es un estigma, porque obnubila. Guárdense quienes lo sean y los que, como yo, somos sospechosos de serlo. Y un viva a Fernando VII y a quien lanzó el famoso "muera la inteligencia". Pero no es eso, no es eso. El señor Domínguez, como es muy corriente en su ramo, tortura el idioma porque no sabría dejar de hacerlo y no hay que buscarle los tres pies al gato.

El señor Domínguez insinúa que mis opiniones están "auspiciadas" e influidas por los enemigos del pueblo y de la alcaldesa. Sórdidas y tragicómicas infamias. Y burdas; pues hay hemerotecas y ellas desmienten que yo sea el brazo armado de una campaña contra doña Rita. De entre centenares de artículos que llevo publicados en este diario, dudo que lleguen a diez los dirigidos a la alcaldesa. Si alguien me empuja, me influye, me auspicia, no le arriendo el ojo clínico. Con Rita mantuve una relación amistosa hace años; y si la rompí y sigo resentido, es por el daño que nos procura a muchos ciudadanos.

A eso voy. Según el panegírico de Domínguez (La alcaldesa tiene motivos para estar feliz, EL PAÍS, 22- 12-04) de mi artículo "es difícil extraer ni un solo argumento tangible en el que poder sustentar su desmesurada crítica". ¿Ni un solo argumento? Ofreceré uno y si el espacio lo permite, otros por mí escritos, mientras me reservo unos terceros más hirientes para peor ocasión, si el estímulo se produce. Según usted, segundo teniente de alcalde, gracias a los desvelos del Ayuntamiento (como si no fuera su obligación) en Valencia se han suprimido zonas acústicamente saturadas y el problema como que está resuelto. Maquillaje y efímero, pues a cien metros de mi domicilio, sin ir más lejos, se está produciendo otro foco, sin que, al parecer, ustedes se enteren.

Pero retrocedo en el tiempo. La alcaldesa prometió solamente, en su primera campaña, barrer hasta el último gramo de droga y con ello, gran parte de la delincuencia. No se lo tomé muy en cuenta, sabiendo que sin grandes exageraciones, cuando no lisas mentiras, los políticos, en su gran mayoría, tendrían que dedicarse a otra cosa. (Distintos son cambalaches, trapicheos, enjuagues y latrocinios, de los que no acuso en este caso). Pero hay docenas de actuaciones menores que, sumadas, sirven más al bienestar de los ciudadanos que las grandes fachadas. Vivía yo en un barrio en el que las motos trucadas hacían carreras, los coches discoteca ensordecían al vecindario, las tracas arbitrarias eran rutina. Quienes podían, se largaban a un lugar menos inhóspito. A mí, como a otros, tanto estruendo me causó taquicardias e hipertensión. Malvendiendo, me trasladé a un distrito más caro, resultando de todo ello un quebranto económico del que no me he recuperado. Pues bien, el infierno que dejé atrás sigue siendo infierno. Y no es que ahora goce yo del silencio de los monasterios. Menos decibelios que antes, pero todavía hay que recurrir a los tapones de cera, sobre todo cuando la filá de la calle paralela se pone incivil, que es a menudo.

Lo descrito lo sufre mucha gente, que no en vano Europa nos tiene por la ciudad más ruidosa de Europa. Protestas en la prensa local no son infrecuentes; y si no hay más es por pura resignación. Saben que la Policía Local no sabe, no contesta. (A mí me dijo un urbano que sólo había dos coches patrulla para plantarle cara a la contaminación acústica. Me permito dudarlo).

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Pero ahí lo tienen ustedes, queridos conciudadanos. Mi queja es una "enumeración de ideas vagas", sin un solo "argumento tangible", porque al parecer Valencia es Ámsterdam y los vecinos que se quejan son camorristas, demagogos o ex illis. El ruido, señor Domínguez, es un problema serio en varios sentidos, sobre todo, el sanitario. Usted, con un morro que se lo pisa, niega lo que en Valencia es una evidencia clamorosa y se evade aduciendo el logro de alguna actuación exitosa; en el fondo, pura pantalla para defenderse de toda acusación o alegato. (Por cierto, una taladradora prehistórica me está hinchando lo que usted se imagina mientras escribo este artículo.)

Falta de ganas, dije, y el señor Domínguez se indigna. Uno sabe que silenciar una ciudad -tal como lo están algunas europeas- requiere un dinero que nuestro Ayuntamiento no tiene. Pero no encuentro excusa alguna para reducir e incluso eliminar de nuestras calles -de todas- tanto ruido provocado por el gamberrismo motorizado. Patrullas, más y mayores multas y grúa. Prohibida la venta de petardos y el uso de maquinaria innecesariamente ruidosa.

¿Más "argumentos tangibles"? Requeriría otro artículo y me quedaría corto. Sabiendo, además, que de nada serviría, mi tono carecería de la blandura del presente escrito; que la irritación no me permitiría ser más piadoso.

Al lector le aconsejo la lectura del artículo de Miquel Domínguez.

Le causará sonrojo tanto ditirambo más o menos embustero, pues la mayor parte de las glorias que cita son efecto del crecimiento natural de la urbe; y no poco tiene que ver en ello la iniciativa privada.

El centro histórico. El señor Domínguez se extasía. A veces tengo que atravesar la zona y me tropiezo con edificios en ruinas, otros descuidados; multitud de prostitutas y tipos de aspecto más que dudoso. Se han rehabilitado o hecho de nueva planta casas preciosas. Natural, son muchos años tras un empeño que la ciudadanía exige. No es mérito en una ciudad que se ha hecho tentacular, con brazos tan feos que parecen huir de la urbe y de sí mismos.

"Te has pasado, Miguel", puede que doña Rita le diga a Domínguez. De no ser así, malum signum.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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