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Un lamentable pasteleo

Por más que ciertos intelectuales se complazcan en desdeñarlos como meros abalorios para engañar a los incautos, lo cierto es que las conmemoraciones, los monumentos, las banderas, los héroes, las fiestas nacionales, los museos de historia... -en suma, la gestión simbólica del pasado colectivo- constituyen, aquí como en todas partes, un material sensible y, a menudo, explosivo, en el que gustan de municionarse los políticos y de meter la zarpa las administraciones públicas, un terreno proclive a las polémicas y las manipulaciones.

Con todo, si respecto de Federico el Grande, o del recientemente beatificado emperador Carlos de Austria, o de Isabel la Católica, las actitudes institucionales -subrayo lo de institucionales, porque no me estoy refiriendo al debate historiográfico, sino al papel de los poderes públicos en la administración de la memoria- permanecen abiertas y pueden ser diversas, mutantes según el momento o el color político; en cambio, los regímenes democráticos de Occidente mantienen con relación a su pasado reciente una línea roja que no se transgrede jamás, y es la que separa el fascismo del antifascismo. Recuerden el escándalo que se organizó hace dos décadas, cuando el entonces presidente Ronald Reagan visitó un cementerio militar alemán en el que yacían algunos miembros de una división SS. Recuerden cómo, entre las peores acusaciones contra el líder de la ultraderecha en Austria, Jörg Haider, estaba su participación en encuentros de ex combatientes austriacos de la Wehrmacht. Recuerden el cuidado y la discreción exquisitos con los que el canciller Gerhard Schröder visitó no hace mucho la tumba de su padre, un simple soldado alemán de leva forzosa caído en el frente de Rumania, a fin de que su gesto filial no pudiera confundirse con un homenaje al ejército del Tercer Reich.

Desafortunadamente, en España esa línea roja nunca fue trazada. No pudo serlo en 1945 porque aquí continuaron gobernando los patrocinados y los imitadores de Hitler y Mussolini, y el antifascismo siguió siendo un crimen capital. Tampoco lo fue en 1977, cuando se prefirió preservar los frágiles equilibrios de la transición y no herir la susceptibilidad de unas fuerzas armadas que tenían aún el retrato y el testamento del Caudillo en todos los cuartos de banderas. Después, a partir de 1982, Felipe González y Narcís Serra consideraron prioritario -lo era- modernizar y despolitizar a la oficialidad activa antes que revisar el rancio relato épico que campeaba en el Museo del Ejército de Madrid, en el barcelonés Museo Militar de Montjuïc o en un sinnúmero de revistas y publicaciones castrenses. Resultado: henos aquí en el siglo XXI sin haber llevado a cabo una pedagogía democrática mínima acerca de la ilegitimidad esencial del franquismo, acerca de su matriz totalitaria y su connubio con el Eje Berlín-Roma-Tokio. Mientras en toda la Europa occidental, todavía 60 años después, se sigue honrando a los luchadores contra el fascismo y a las víctimas de éste, aquí unos y otras tuvieron que sufrir hasta hace unos meses la cicatería y el menosprecio ("la naftalina", ¿se acuerdan?) del último Gobierno del PP. Así las cosas, llegó José Bono.

Que se sepa, y desde su espectacular toma de posesión entre obispos y folclóricas, el nuevo ministro de Defensa no ha encargado a un comité científico independiente que examine y corrija los textos de carácter histórico vigentes en establecimientos e instituciones militares (museos, academias, cuarteles...); tampoco ha puesto ninguna unidad de zapadores a disposición de las asociaciones o los particulares que buscan aún, por las cunetas de España, miles de cadáveres de víctimas republicanas de la guerra o la represión para darles la sepultura digna que siempre tuvieron los caídos del otro bando. En vez de eso, el ex presidente de Castilla-La Mancha tuvo la infeliz ocurrencia de incorporar a las ceremonias del 12 de octubre a veteranos de la División Azul junto con supervivientes españoles de la División Leclerc: un cóctel imposible y una pésima lección de historia.

En efecto, resulta difícil imaginar, en el marco de la II Guerra Mundial, cosas más antitéticas que el contingente republicano en la 2e Division Blindée de la Francia Libre, por una parte, y la División Española de Voluntarios contra el Bolchevismo, por otra. Los 3.000 o 4.000 peninsulares a las órdenes del carismático Jacques-Philippe Leclerc de Hautecloque eran la élite del antifascismo hispano, exponentes de su pluralidad ideológica (libertarios, comunistas, socialistas, catalanistas...), gentes que habían convertido el destierro en internacionalismo, gentes que salvaron a Europa en su hora más oscura. La División Azul, por su parte, fue una unidad voluntaria nutrida por fascistas, organizada por el dictador Franco y mandada por su siniestro conmilitón Agustín Muñoz Grandes, para colaborar con el criminal régimen nazi en la guerra de invasión y exterminio dirigida no sólo contra el poder comunista soviético, sino también contra eslavos, judíos y otros pueblos inferiores que ocupaban el lebensraum alemán. ¿Cómo, desde qué lógica democrática se puede meter a unos y otros en el mismo saco? Si me permiten la licencia literaria, creo que Antoni Miralles -el protagonista de Soldados de Salamina, de Javier Cercas-, que "se pasó toda su vida cagándose en Leclerc y en sí mismo por haberle hecho caso a Leclerc", no hubiese acudido a Madrid para hacer el paripé junto a un miembro de la División Azul.

El ministro Bono ha querido justificarse diciendo que "busca la concordia de todos, los de derechas y los de izquierdas". Pero no hay concordia posible sobre la base de la amalgama entre contrarios, del pasteleo y de la confusión histórica deliberada.

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Joan B. Culla es historiador.

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