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Columna
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Robinson de aeropuerto

Hace ya algún tiempo apareció en la prensa la noticia de que un etíope de 42 años, de nombre Gedamou Abebe Sileshi, vivía en la terminal 1 del aeropuerto de Barajas desde hacía seis meses a la espera de que se le proporcionara un billete de avión, pasaporte diplomático y tarjetas de crédito para regresar a su país. Una vez allí tendría que hacerse cargo de la Presidencia del Gobierno, de la que le había separado un golpe de Estado hacía unos años. Por lo visto tenía alteradas algunas facultades mentales, pero no tanto como para querer que lo trasladaran a un albergue. Se las apañaba con unos asientos, donde descansaba, dormía, leía y veía pasar a la gente, y un carro de equipajes para guardar la ropa y demás pertenencias. O sea, que convertía lo circunstancial, aquello que únicamente se usa de paso, lo que es de todos y de nadie, en permanente y personal. Él mismo era lo más permanente entre ríos de gente que circulaban arriba y abajo dirigiéndose hacia alguna puerta. Es de imaginar que le darían comida en los restaurantes, que se asearía en los lavabos y luego podría perfumarse en las tiendas Aldeasa. Que charlaría con la gente, haría excursiones hasta otras terminales, se sentiría avanzar por la cinta metálica como si llevase botas de siete leguas y que para distraerse observaría los monitores con la información de entradas y salidas de vuelos, por lo que estaría al tanto de los retrasos y de los turnos de los empleados. Incluso alguno le contaría sus problemas puesto que no era ni un superior ni un compañero ni un pasajero, sino alguien que estaba allí más tiempo que nadie, pero que no tenía nada que ver con aquello. Tal vez Gedamou, este moderno Robinson de aeropuerto, encontró en ese espacio vago e impreciso, en esa tierra de nadie, el lugar ideal para convertir la indigencia en grandeza, para pasar de paria a presidente de una nación que le estaría esperando para aclamarle al menos en sus sueños. ¿Y por qué no?, si hasta Aznar ha sido presidente y no digamos Bush.

Gedamou nos ha regalado una historia preciosa de soledad, dignidad y fantasía, que a veces llaman locura. No sé si la película de Spielberg La terminal, que debe de narrar un caso semejante, estará a la altura de esta aventura real, a la que se acercó bastante la película cubana Lista de espera, de Juan Carlos Tabío, desde una destartalada estación de autobuses.

Sin duda la antelación con que necesariamente hay que presentarse en el aeropuerto lo ha ido convirtiendo en un limbo temático que se repite casi idéntico de un país a otro y de una ciudad a otra. Nada más cruzar las puertas mecánicas se podría decir que se inicia el viaje, puesto que se nos comienza a adiestrar como pasajeros. De lo primero que se trata es de dejar la mente en blanco e ir alejándonos poco a poco del exterior, de la familia, del trabajo, de las preocupaciones. Para ello hay que pasar por el trámite de sacar la tarjeta de embarque, y a continuación superar el control, que nos hará desembocar en un estallido de escaparates que recorreremos y contemplaremos con la sensación de haberlos visto ya en otros aeropuertos. Entonces tal vez nos tiente comprar productos que jamás compraríamos en una situación normal y seguiremos los iconos de letras y números, que mágicamente han empezado a transportarnos. Por los altavoces sonará una voz, la misma que atraviesa el ruido de todos los aeropuertos del mundo, diciendo: "Passengers proceed to gate number ten".

A estas alturas los que tengan miedo a volar ya se habrán curado de espanto porque habrán visto a cientos de personas abordando su misma situación con caras de despreocupados cuando no de auténtica frivolidad. Si ellos no tienen miedo, ¿por qué yo? Y ya no habrá lugar a temores cuando pase la tripulación de uniforme riéndose y charlando entre ellos, seguidos por sus reducidas maletas con ruedas. Si estas personas que han volado miles y miles de kilómetros continúan riéndose y subiendo a un avión como cualquier cosa, ¿por qué no yo? Ahora sí que estamos preparados. Sobre las salas de embarque se vuelcan las cristaleras desde donde vamos familiarizándonos con el bicho metálico en cuya barriga nos vamos a meter tan contentos y encima pagando. Lo contemplamos desde nuestros asientos de la misma forma que desde la cubierta de un barco que girase y girase en el limbo. Sólo Gedamou no se embarca ni se marea porque en el fondo no tiene necesidad. Cuántos más habrá como él en los aeropuertos del mundo sin descubrir, y esperemos que así sigan, observándonos en silencio y llenando el espacio que continuamente dejamos vacío.

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