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Columna
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El cuerpo del delito

Lo que me ha puesto sobre la pista de esta columna es la foto de Silvio Berlusconi, sonriente por las calles de Porto Rotondo, tocado con un pañuelo tipo bandana de lo más molón. No me alcanza el entusiasmo para afirmar que al presidente italiano el look pirata le queda de muerte, pero le reconozco el mérito de haber dado la nota, de haber puesto un toque de color en el mustio paisaje de las indumentarias políticas. Y es que hay que ver lo poco que ha evolucionado el vestido del poder. Tan poco que da por pensar (mal), por buscarle un sentido oculto a ese desfase tan evidente entre una ciudadanía cada vez más a la moda y una clase política anclada donde siempre; triste y clónicamente trajeada (cuántas cumbres de calcada corbata colorada o azul cielo para luego acabar sin acuerdo); fija en la atonía textil de toda la vida. Da por malpensar en otras distancias y desfases.

Pero, con todo, si lo de la ropa es duro, lo del cuerpo es mucho peor. Y a eso viene el título de estas líneas. Ése es su único sentido: señalar que los asuntos físicos de los cargos públicos se suelen tratar por lo general con unas reservas y unos misterios vecinos del secreto de sumario. Como si el cuerpo humano fuera un engorro o un escollo en la definición dirigente. Lo que también produce, de pensarse, una cierta aprensión. Y desconcierto. Personalmente, no consigo entender cómo ha conseguido triunfar la idea de que el cuerpo político tiene que ser una especie de cuerpo glorioso, inmune o exento del común discurrir orgánico que pasa sus facturas. Pienso, por el contrario, que cuando más simpáticos resultan los dirigentes es cuando revelan su lado más humano, vertiente que incluye con toda naturalidad lo carnal y sus desembocaduras sensuales.

Pero no suele ser el caso. Todavía me acuerdo de la querella presentada (y ganada) por Schroeder contra el periódico que publicó que se teñía el pelo. Como si esa afirmación fuera una acusación. Como si el común de los mortales no hubiera entendido para ahora que adaptarse a la imagen del propio tiempo en el espejo requiere de atenciones y estrategias. O el comunicado con que Romano Prodi negaba darse mechas negras ; como si no fueran otras las "mechas" que rechazaba la ciudadanía europea en ese momento. Y también recuerdo lo sucedido cuando, en la cumbre de Evian, alguien descubrió en la oreja de Jacques Chirac un pequeño audífono. Inmediatamente llegó el desmentido, el Gabinete francés se metió en su caparazón, como los caracoles cuando les tocas las antenas, y a negar. El presidente no usaba ese tipo de pinganillo, no "usaba nada" para oír. Como si usar un audífono fuera un delito, algo así como darse a la escucha ilegal. Como si lo más normal del mundo no fuera que un hombre de más de setenta años sufriera de lo que finamente se llama prebiacusia. Como si fuera ese oído y no el otro (la actitud escuchante, la permeabilidad oyente) el atributo que la gente más aprecia en un político. Repito que no lo entiendo; o lo entiendo al revés. Me imagino que los mandatarios ganarían muchos puntos ciudadanos de respeto, simpatía y confianza si hicieran más gestos normales. Ajustarse el audífono con la misma soltura que los cascos de la traducción simultánea. Sacar las gafas de leer. Deshacerse el nudo de la corbata cuando aprietan el calor o la tensión. O confesar que sienten como todos nosotros, nervios, dudas, temor. O el escozor de los errores y la esperanza de la indulgencia o el olvido.

Como en todo la excepción confirma la regla. Recuerdo a Jordi Pujol diciendo: "Hace tiempo que decidí estar gordo y feliz", y clareando así un debate interno tal normal como la vida misma por estos pagos. Y subrayo con especial dedicación estas recientes palabras de Iñaki Azkuna -que luce, por cierto, un aspecto estupendo-: "Yo le digo al género humano que se revise de vez en cuando", refiriéndose a las revisiones médicas y, de paso, a su enfermedad con una naturalidad y una franqueza dignas de elogio e imitación. Pues sí, estoy de acuerdo, hay que revisarse. La revisión al poder.

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